El camino de la herradura


El camino de Herradura

Siempre que veo un par de zapatos o un zapato solitario tirado en la calle, al lado de un poste, junto a la basura, colgado de las cuerdas de la luz, o en la mitad de la carretera, ya sea puesto en pie, o tumbado de lado lacónicamente, siento un escalofrío. Siento miedo, siento la presencia de quien usó esos zapatos e inmediatamente imagino que fue asesinado o atropellado por un carro y pienso que luego de eso, alguno de los órganos centrales, esos órganos griegos, esos órganos llenos de chakras, como el cerebro o el corazón, le colapsaron al paciente en la mitad de la calle.

Si imagino que fue asesinado de noche, pienso que fue desnudado, probablemente violado, que el cuerpo fue lanzado a un caño cercano y que los zapatos dieron tumbos como los caballos de carreras cuando se caen, después del ultraje, del forcejeo, de los golpes y las dentelladas finalmente quedaron olvidados en la escena como evidencia sustancial. Y que esos zapatos luego de ser testigos presenciales del hecho, y de la patada casual de un gamín, se enfriaron ahí con el rocío de la madrugada.

Un día estaba sentado en una plazoleta y al lado de la banca había un zapato de cuero café imitación culebra, con escobilla, raído, y con una hebilla tipo moneda insertada en la lengüeta. Seguro era de un tinterillo que purgó alguna pena. Y entonces se me vino a la mente la cadena de pensamientos habituales acerca de los zapatos de la calle. Pero cuando levanté la mirada, comencé a ver como todos los zapatos tirados por ahí se ponían en pie y comenzaban a caminar, y me di cuenta que había muchos más de los que normalmente se alcanzan a ver debido a su quietud.

Los que estaban en las cuerdas de la luz se balanceaban y se tiraban cayendo dolorosamente, levantando polvo y asustando a los perros callejeros que salían aullando. Los zapatos salían de las bolsas de la basura, desgarrándolas. Los que estaban solos buscaban sus pares. Vi varios encuentros y me emocioné bastante, el intacto zapato derecho encontrando a su perdido y mancillado compañero izquierdo que corrió con distinta suerte al lado de una carrilera o en una alcantarilla.

Por toda la ciudad caminaron los zapatos que se dirigían a los distintos cementerios dentro de la ciudad y en las afueras. Todas las vías principales eran ríos y ríos de zapatos, por la 26 había una espléndida marcha fúnebre de zapatos de todos los tipos y variedades, por la Autopista Norte el tráfico fue temporalmente cerrado para dar paso a los zapatos que se dirigían a los cementerios del norte. Las señoras piadosas lloraban, los demás permanecían tristes y en silencio viendo desde los puentes, los indigentes dormían plácidamente.

En medicina legal se hizo un montón de zapatos a la entrada, unos esperaban a que abrieran, otros salían con dificultad del montón y se dirigían a la plazoleta donde era el cartucho, y se enterraban forzosamente levantando las lozas nuevas del parquecito que construyeron ahí. Otros iban al cementerio del sur, al Apogeo, y otros se introducían tristemente a ríos y a caños crecidos. Unos salían de los botaderos de basura, otros entraban, y algunos otros se preparaban para largos viajes a montes lejanos, pero no iban solos.

Cuando llegaban a la tumba respectiva, se enterraban. Los tacones y los zapatos de cuero, y los tenis de ladrones, oficinistas, jóvenes y viejos, malos y buenos, se abrían paso entre la tierra. Unos no encontraban pareja porque el dueño era cojo, y otros que no encontraban los pies de sus dueños, porque ya estaban desintegrados en átomos, se le calzaban a otros pies que nunca tuvieron zapatos en vida. Finalmente yacían rotos y raídos, a veces nuevos, con cordones o sin cordones, en los pies inertes de sus dueños. Al fin y al cabo caminar hasta allá descalzo, por ese camino de herradura, no es nada fácil.

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