Cena la loca


Fotografía: Julio Bohórquez Castiblanco

Azucena Puertas fue conocida como la caza fantasmas durante su paso por el convento de Andes. Ahora todo el mundo la conoce como Cena la Loca, esto sucedió después del encuentro con la más famosa de sus presas, aunque antes era respetada en el convento; las medianas y las pequeñas le temían por lo que se rumoreaba sobre ella, las grandes por lo que la habían visto hacer. Dicen que una vez una de las monjas la obligó a comer una mazamorra asquerosa, grumos negros en una masa compacta con el olor característico a leche agria. La monja fue impasible a los ruegos de Azucena –con una frialdad que sólo rompía cuando se trataba de alimentar a sus canarios mascotas-, y esta no tuvo más remedio que tragarse hasta la última cucharada, aguantando las arcadas que le invadían el cuerpo sin ningún respeto. Al otro día, cuando las alumnas bajaban al comedor común, se oyó claro el grito de la monja al encontrar las jaulas de sus canarios vacías, en cambio estaban rebosantes de mazamorra.

Nadie se atrevió a decir que la noche anterior Azucena no había subido a su cuarto, sino que se había quedado para orar en la capilla, luego aprovechó la oscuridad para deslizarse hasta la cocina y así robar la mazamorra sobrante, su idea era tirarla al estanque, para que no volvieran a repartirla en la mesa, pero cuando caminaba con la olla oyó tímidamente el canto de un canario. Entonces, recordando el viacrucis de esa mañana, decidió llevar su venganza hasta un punto más alto. Liberó a los canarios, y llenó las jaulas con la mazamorra antes de devolver la olla a la cocina.

Fue esa noche también que comenzó su carrera de caza fantasmas al develar el misterio de los cantares nocturnos, preciso cuando salía de la cocina oyó cantar en la iglesia. Hace noches las internas oían esos cantos, por ello la hermana superiora se había encargado de explicarles cómo era la aparición de ese cura milenario, que tiempo atrás había sido aplastado por una campana mal instalada en mitad de un coro durante la misa de gallo. Azucena escuchó claramente cómo comenzaban los cantos. Después de un pequeño combate interno, la curiosidad pudo más que el miedo. Caminó despacio, descalza, con todos los músculos tensos, al llegar a la puerta de la iglesia se persigno por la señal de la santa cruz, de nuestros enemigos…, entró a la iglesia segura de ver frente a sí a un cura regordete, con las vísceras expuestas y la cabeza partida como una sandia luego de un mazazo. Su desilusión no fue poca cuando en lugar del cura espectro, se encontró a un joven con problemas de insomnio. Aunque la desilusión fue sólo momentánea, pues un hombre parecía una criatura mitológica en ese convento, donde el único permitido era el cura de los domingos. Se le acercó al muchacho, quien dejó de cantar para mirarla y sin muchos preámbulos le preguntó su nombre. Ella le respondió, y le preguntó de inmediato que qué hacía él allí, que cómo se llamaba, que porqué cantaba en las noches. Resultó ser un preso ideológico, hijo de uno de los grandes cafeteros de la zona. Éste una vez cometió el error de decir que dios no existía y su familia escandalizada decidió meterlo al convento, las monjas no lo dejaban salir de día, por eso sólo salía en las noches, cantaba porque era lo único bonito que tenía el cristianismo, los cantos, lo demás era pura mierda para embrutecer a la gente. Mucho gusto niña, Darío Gil, para servirle. Azucena y Darío se hicieron buenos amigos, cuando ella le preguntó porqué no se volaba, él le contestó que su papá le había advertido que si se volaba lo mataba, y el

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