Cinco minutos


Cinco-minutos

Sentada junto a la ventana, doña Margarita miró por quinta vez el reloj de pared sobre la chimenea.

—Mija –dijo, alzando la voz—, son las cuatro y veinte.

—Me estoy apurando —contestó la hija desde la cocina—. Aún es temprano.

Quince minutos más tarde, Rosaura entraba al salón secándose las manos con el delantal. Doña Margarita, al sentirla, regresó de una especie de letargo.

—Si no lavo ahora la loza del almuerzo, luego no tengo tiempo —dijo —. Ya vengo, voy por la bolsa.

En la habitación de su madre, Rosaura abrió el cajón del tocador y sacó una bolsa amarilla de flores, descolorida por los años. A su regreso al salón, se arrodilló frente a su madre, sacó un lápiz de cejas y con maestría le dibujó el camino de las cejas ausentes, sobre el arco superciliar.  Luego sacó la pequeña caja de las sombras, la madre cerró los ojos y le coloreó de color café los párpados temblorosos. Por último, esparció rubor y polvos sobre su delgadísima piel y pasó el peine por los escasos cabellos.

—¿Cómo está la tarde? —preguntó la madre.

Rosaura descorrió la cortina: los edificios, al frente, se veían intensamente iluminados por el sol de la tarde y la pequeña porción de cielo que los coronaba estaba despejada.

—Hermosa —respondió, volviendo a colocarse de rodillas. Buscó dentro de la bolsa un pintalabios, Doña Margarita simuló sonreír y sobre este gesto Rosaura tiñó de color rubí su boca.

—Terminamos —dijo, guardando todo dentro de la bolsa.

La madre volvió a ver el reloj:

—Ya van a ser las cinco —dijo.

—No te preocupes. Estamos bien de tiempo.

De regreso en la habitación, Rosaura guardó la vieja bolsa de flores y ante el espejo desató la cinta roja que sujetaba su cabello. Este, canoso, cayó sobre los hombros. Era abundante y sano, y, con él suelto, Rosaura parecía más joven. Aun cuando tenía sesenta años sus facciones no se habían agriado ni entristecido por causa de la vida o el peso de la gravedad.

El reloj dio las cinco campanadas. Se cepillo el cabello con prisa, volvió a recogérselo y regresó a buscar a su madre. La ayudó a levantarse, le puso un chal sobre los hombros y juntas se dirigieron hacia la puerta, despacio, agarradas de gancho. De pie, su madre parecía la ramita frágil y seca de un árbol. Bajaron por el ascensor hasta el sótano. Luego de sentar a su madre en el auto, le puso el cinturón de seguridad y tomó el volante. Minutos después, la trompa del auto asomó la calle.

El edificio en que vivían sobresalía por lo pequeño (tenía cuatro pisos) comparado con los edificios vecinos, todas construcciones de más de doce. Llevaban viviendo allí más de cincuenta años, sólo que cuando Rosaura nació y también los hermanos que ahora vivían en el exterior, en vez de un edificio era una hermosa casa de una sola planta con un amplio jardín trasero. Veinte años después, el finado marido había construido el edificio. Desde entonces habían transcurrido treinta años más y la ciudad había tenido suficiente tiempo de modernizarse hasta obligar a la gente a vivir, ya no en la tierra sino en el aire, dentro de torres gigantescas.

La calle estaba desierta y el auto arrancó despacio. Una vuelta a la derecha, otra a la izquierda y llegaron a la avenida. Tuvieron que esperar varios minutos antes de encontrar un pequeño espacio por donde entrar en el flujo de autos que, con hombres y mujeres cansados de trabajar y afanados por llegar a sus casas, iba en dirección sur-norte. La congestión vehicular a esa hora era tan alta, que el promedio de velocidad era muy bajo.

—Creo que el de hoy va a estar divino —comentó Rosaura.

Doña Margarita, a pesar de alegrarse al escuchar a su hija, no sonrió.

— ¿Qué horas tienes? —preguntó a cambio.

—Ya vamos a llegar. Faltan veinte minutos a lo sumo.

Rosaura encendió la radio. Trasmitían un concierto de Vivaldi en versión para violonchelo y orquesta. Ambas escucharon la música en silencio. El violonchelo trazaba el camino a la orquesta y la orquesta lo seguía con maestría.

Por fin apareció el cruce hacia la gran avenida, la que de oriente a occidente dividía en dos la ciudad como un ancho río separa dos montañas. Giraron a la izquierda e ingresaron en ella. Faltaba poco: el reloj marcaba cinco minutos para las seis. El puente apareció frente a ellas y lentamente comenzaron su ascenso. La madre continuaba con la mirada imperturbable hacia adelante. Cuando alcanzaron la cima, al fondo, tras la ciudad, apareció un cielo intensamente arrebolado. Rosaura observó por el retrovisor la fila interminable de autos y, contra toda predicción, apagó el suyo. Los automóviles detrás,

enardecidos, sonaron sus bocinas como un reguero de pólvora que se enciende. Rosaura puso luces de estacionamiento, bajó la ventanilla y les hizo señas, con la inocencia de quien no ha cometido falta alguna, de que adelantaran por un lado porque el auto se había descompuesto.

Frente a ellas tenían la mejor vista del atardecer. Detrás de los edificios y las casas, un cielo en acuarela, limpio, hondo, simultáneamente azul, rosa y naranja, resplandecía. El enorme sol, cercano a su último aliento, se veía más vivo y hermoso que cuando joven y la luz, en su agonía sobre la Tierra, encendía las pupilas negras y acuosas de la madre.

Cinco minutos era todo el tiempo que doña Margarita necesitaba para ser feliz. Cinco minutos, una que otra tarde, nada más.

Cuando el sol desapareció del cielo, Rosaura encendió de nuevo el auto y comenzó a descender el puente.

— ¿Será que mañana podemos volver? —escuchó a su madre preguntarle.

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Cinco minutos
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