El sábado 9 de febrero de 2008 conocí a Fernando Vallejo. El día, como siempre en el Distrito Federal, envuelto entre nubes espesas, con un clima templado y un tráfico horroroso. Llegué tarde a la invitación a almorzar: primero, se me olvidó que en los sábados sale el Tianguis -un mercado en donde venden de todo un poco, instalado en la calle, lo cual aumenta el atascamiento ya de por sí denso en que vive esta ciudad-; segundo, un trancón o “taco” gigante que padecí antes de llegar a donde se coge el Metrobus (Transmilenio versión mexicana); y por último, la inevitable perdida mientras buscaba el bus que me servía para llegar a mi destino.
El Metrobus atestado de gente, dentro del cual apenas si se podía respirar, me recordó aquellas apretujadas ineludibles en el Transmilenio de Bogotá o en el metro de medellín. Al final, cuando llegué a la estación Campeche, donde tenía que bajar, ya muy atrasado, hice un gran acopio de mis fuerzas y, haciendo uso de mi voluminoso y pesado cuerpo, traté de abrirme paso como un toro envenenado. Casi logro salir, pero en el último momento una de las arandelas de mi pantalón se enredó ferozmente a la chaqueta de un pasajero, de modo que me dejó a un paso de quedar atrapado entre la multitud. A mi paso dejé a un viejito algo ciego, medio metido en el bus y con la mitad del cuerpo afuera; este vehículo, a diferencia de los gusanos rojos de Bogotá, arrancó sin que las puertas se hubiesen cerrado. Lo empujé hacia adentro con los restos de fuerza que me quedaban, y de manera desagradecida me insultó en un mexicano que gracias a Dios no entendí.
Salí corriendo de la estación, pasé corriendo por un barrio lleno de niños que jugaban, cafeterías y restaurantes de alto estrato, luego vi una pareja gay que corría detrás de un perro que se les soltó. Llegué al edificio, toqué el timbre, me habló una señora a la cual tampoco le entendí mucho, hasta que se me acercó un hombrecito -supuse que era el vigilante del edificio- y me abrió la puerta. Sin esperar un solo momento pasé, sabiendo que era el apartamento número siete el que buscaba, de la emoción no se me ocurrió preguntar si había un ascensor disponible. Por lo tanto subí corriendo y el corazón me latía fuerte a medida que llegaba al séptimo, en un edificio de sólo un apartamento por piso. Al fondo, nervioso, escuchaba a las perras 23 de Vallejo que ladraban al sentir la presencia robusta de un hombre que se acercaba deprisa. Llegué a la puerta, toqué con la mano, ésta se abrió lentamente y él mismo fue quien me recibió. Ahí estaba Vallejo, al fin, un hombre como de mi estatura, alto, muy delgado, con sus cachetes rojos y sus gafas remendadas con una cinta gutapercha que le cubrían un amplio espectro de un ojo; el pelo blanco, camiseta a cuadros y pantalón de dril en buen estado. Me saludó, yo le pedí disculpas por el retraso. Me hizo pasar a una sala, donde se encontraban en la mitad una mesa, tres sillas y tres platos de fina porcelana italiana. Había dos pianos, uno pequeño y otro de cola, el cual parecía que acababa de tocar, arrancando con pasión las notas de una partitura de las sonatas de Beethoven, rayada con algunas anotaciones en lápiz hechas por él, la cual yacía sobre las teclas aun vibrantes.
La tarde pintaba gris, sobre los vidrios de la sala que dan a la calle de Ámsterdam la luz pasaba cansada, despidiendo un tono pálido y triste. Luego conocí a David Antón, el compañero de Fernando, un señor también de edad, de ojos azules penetrantes y apariencia calmada. Me preguntaron que de dónde era y yo, que recién he decido ser de Santa Marta -aunque en mi cédula diga que soy bogotano, pero la intensidad de unos recuerdos y del carácter formado junto al mar, entre el bullicio de la costa, me hacen sentirme más samario que nadie -, respondí orgullosamente: de Santa Marta. Ellos me dijeron que habían estado allí hace ya más de 30 años, que fueron a conocer la Quinta de San Pedro Alejandrino, donde murió Bolívar. Vallejo me preguntó si quería tomar algo y yo para tratar de perder la timidez que me embargaba pedí un vaso de agua, mientras que Fernando me ofrecía una amplia variedad de licores como un tequila, un vino o quizá un whiskey. Siguió insistiendo tanto que, por no decirle que no, le pedí un whiskey, aunque tenía la resaca de una noche de encuentros oscuros, efímeros y culpables en un lupanar mexicano llamado “la casita”, ubicado sobre una vía con un nombre que en Colombia parecería pecado: insurgentes. Nos sentamos a almorzar una comida deliciosa, pasta al pesto con langostinos fritos y vino chileno. Me preguntaron lo de costumbre: que dónde me quedo en este país, qué estoy haciendo, de qué vivo, qué sitios he visitado. Hablamos un poco de Chávez, de la situación en Colombia, bagatelas. Insistentemente mencionaba a sus dos perras, a las que recogió en la calle y en las cuales se nota un extremo cuidado, una entrega de amor inusitada por parte de su dueño.
La sala tiene además una colección de chivitas o buses escaleras, en donde se representa a los campesinos con sus trajes típicos. También hay champanes, esos barcos de río que surcan el Cauca y el Magdalena llenos de piña y plátanos, conducidos por hombres fornidos con un color moreno en la piel, quienes iluminan con sus sonrisas radiantes los atardeceres púrpura de las sabanas en estos ríos majestuosos. Sobre el otro piano hay algunas fotos, éstas son más que todo de David posando con algunas divas de un cercano pasado: hasta una fotografía de Fanny Mickey con su melena incendiada, recordada en México por pedirle el favorcito al escritor Mexicano Vicente Leñeros de llevarle una “cosita”, un telón de escenario en su equipaje de mano, para traerlo a uno de los festivales de teatro que dirige en Bogotá. Por demás, hay una foto de Fernando con David y su perra, más un juego de envases de farmacias desaparecidas en las que se lee: Cocaine, Opium, Heroine. Sobre otra mesa, una acuarela de la policía colombiana con un cargamento de Coca.
David tuvo que irse, pues tenía un compromiso. Me quedé conversando con Fernando. Después de la excelente comida, la muchacha que los ayuda con los oficios de la casa, Olivia, nos brindó un delicioso café colombiano, servido en esos pocillos de tinto que venden en el aeropuerto y que hay en la mayoría de las casas de colombianos en México. Tienen escritas las palabras “café colombiano” junto a la bandera tricolor, el borde superior se tiñe de dorado y se consigue por 20 dólares un juego de cuatro puestos en el duty free del aeropuerto. Por supuesto, el apartamento de vallejo no podía ser la excepción: un lugar que alberga a unos de los más grandes sátiros y críticos de Colombia, un hombre lleno de colombianidad. La muchacha me pregunta que si soy un paisano del señor, a lo cual respondo que claro, que también vengo de ese país tan presente en esta casa, en donde casi se respira ese aire proveniente de un mar fresco, azul puro; de altas y frondosas montañas de un tono verde esmeralda.
Me tomé el tinto mientras hablaba con Fernando. Me explicó que sus libros están escritos en un lenguaje literario y que, aunque si bien estaban llenos de colombianismos y de lenguaje coloquial, su obra está en lenguaje de letras. Me contó además que él empezó tarde a escribir, a eso de los 40 años, porque es muy difícil hacerlo y lo sigue siendo, que tal vez le falta un libro más por hacer y ya. De Medellín
me habló de aquella época en la cual lo mejor que había era lo que rodeaba a la catedral, los lugares en donde se encontraba a charlar con sus amigos, quienes tenían muchas empresas en donde se empleaban muchachos de las comunas ubicadas en esas montañas que parecen deslizarse por la ciudad. La conversación no fluía mucho, pues parecía que estas cosas le revolvían la mente, lo aturdían, y se sumaba a esto una expresión agotada de sueño. Me dijo que no dormía muy bien, que a veces le daban algunas ganas de dormir, pero que otras veces pasaba de largo las noches frías y se aburría
mucho.
Me comentó que tenía que ir a donde un amigo de él, Raúl Ortiz y Ortiz, un personaje famoso en México por la traducción de Lowry al español y de obras de Shakespeare. Así que me pidió que lo acompañara y fuimos. Caminaba rápido pero con pasos cautivos, le pregunté acerca de la entrevista que le dio al tiempo cuando estuvo en Bogotá. Me dijo que lo que apareció en ese periódico fue lo que se le dio la gana de poner a la entrevistadora, que decidió pedir la nacionalidad Mexicana porque un juez falló contra él en el caso del artículo de SOHO y que, por lo tanto, le daba miedo que no le renovaran el pasaporte, teniendo que quedarse en Colombia por tiempo indefinido: por eso decidió pedir la nacionalidad.
Llegamos a la casa de Raúl, nos recibieron unos perros hermosísimos que nos ladraron, Fernando comentó que a pesar de que lo conocían lo querían matar. Raúl tiene una colección de té y Fernando escogió uno de Ceylan para probarlo: yo hice lo mismo. Nos presentamos ante la sobrina de Raúl y ante un señor Chileno quien, más tarde me enteraría, es profesor de español y literatura en Chile, en preparatoria: un hombre que, como yo, tenía el mismo deseo de conocer a Fernando. Bajó Raúl, un personaje anti-diluviano, anciano, y saludó con efusividad a Fernando, a quien le dijo: estoy preparando una clase sobre Dante, Álvaro Mutis y un señor que lleva cien años en la soledad, pero no sabemos en qué círculo colocarte. Ante esto responde Vallejo: Que no sea en el que está mi mamá, tampoco en el de la Gula, o el de la deshonestidad… Lástima que no exista el círculo de la gula alcohólica, y se río.
De regreso a su apartamento tuvimos que pasar por un parque esnob llamado México, rodeado de cafés y tiendas de moda. Este parque es muy recordado por las soberbias borracheras y parrandas de Gael García y Diego Luna, a quienes al parecer no bastan una cantidad pequeña de botellas de tequila. En uno de esos bares, con el afán de mirar quién estaba adentro, Fernando estrelló su rostro contra el vidrio pulido, produciendo un sonido seco y certero: quedó aturdido e indefenso. Comenzaba a oscurecer. Para mí era como si el tiempo imparable lo obligara a caer, trastornado, en medio de una aparente debilidad hacia la noche, la cual en otras épocas era su más grande fortaleza. Apresuró el paso a casa, como temiendo que esa noche, compañera de antaño y ahora acechante abismo de oscuridad, lo consumiera.
Un año después, en Febrero del 2009, después de más de 30 años de no ir a Cartagena, en el marco de un evento color oro y de sombra sospechosa, allí estaba él. Era un teatro blanco, al cual lo separa del mar una muralla heroica, aterida de sangre fría. Fernando habló en un espacio lleno: al frente, rodeándolo las risas y las caras de asombro de una sociedad que no sabe cómo enfrentarse a su realidad y a sus fantasías. Sus murmullos llenaban el mágico espacio. Escritores de toda índole y de muchas lenguas trataban de entender el escándalo que producía una perorata de nombres eclesiales y políticos. Al terminar la charla un gentío se agolpaba para obtener una foto o una firma de libros -para la alegría de la editorial- recién comprados en el lobby. Esa noche, débil de nuevo en el lóbrego espacio, mientras que a su paso un viento que remueve conciencias agitaba su camisa, Fernando no pudo subir los escalones del teatro Heredia. En silencio y con la cabeza gacha decidió cambiar de rumbo, mientras varios jovencitos le gritaban maestro, y al mejor estilo de un bar de ligue le pasaban sus correos o sus números celulares en papelitos blancos.