“Julio Puñales”, entre calles e historias

Julio Puniales Barrio Pablo VI

En la mitad de Bogotá, abajo del estadio El Campín y muy cerca de la Universidad Nacional, se encuentra Paulo VI, mi barrio, un conjunto de edificios de colores, lleno de parques y plazoletas, un enorme redil donde se puede vagar todo el día y donde más de una oveja se ha descarriado. Este paraíso de clase media, a finales de los años 70’s y comienzos de los 80’s, reunió a uno de los combos más bravos de la ciudad y por supuesto el tipo más teso de todos: Julio Germán Díaz, Julio Puñales.

A Julio nadie le sostenía la mirada. Cuando entraba a los billares de Don Lucho el pánico se apoderaba de quienes vagaban en las tardes pablosextunas y el respeto cobraba otro valor: sobrevivir. Mirar a Julio era como mirar al diablo, un riesgo que no se podía correr.

La ciudad crecía, dejando atrás el centro y su romanticismo. Los ricos construían hacia el norte y los pobres se expandían hacia el sur. En el medio estaba Paulo VI.

Por ese entonces, en el barrio ya se hablaba del M19, la bonanza marimbera y los tropeles en la Nacho. Pero, sobre todo, se hablaba de Julio Puñales. La nueva amenaza, el joven perdido que azotaba al que lo desafiará y corrompía a los muchachitos que lo veían como un héroe.

Julio Germán Díaz llegó entre 1976 y 1977 a Paulo VI, primera etapa, con su madre, Doña María, y sus dos hermanos Edgar y Jairo. Venían de vivir en Kennedy, en la manzana súper 7, donde Julio ya se había ganado el respeto que en su nuevo barrio convertiría en temor.

Era alto, más o menos de un metro con ochenta, tipo indio cobrizo, con tatuajes en los brazos, lampiño y de nariz afilada. Su mirada era penetrante. Su torso atlético, marcado por las barras, el ejercicio y las cicatrices de tantos tropeles. Julio no tenía diente de oro, ni sombrero de ala ancha, pero tenía más puñales que Pedro Navaja.

El apartamento de los Díaz era al lado de la iglesia blanca que colindaba con la cancha de fútbol, en el edificio B11 – B12. El cuarto de Julio quedaba en la mansarda, un espacio soñado por cualquier adolescente: afiches de bandas, acetatos, salsa, rock, un buen equipo de sonido y lo que no podía faltar: un desmedido culto al puñal, su juguete preferido. Los que conocieron su cuarto dicen que las paredes estaban plagadas de armas blancas y fierros: colts, berettas, navajas, chavetas, bayonetas, espadas y flechas. “En medio de sus puñales tenía una colección de bolas de billar que había aprendido a tallar en la cárcel. Había convertido las bolas en caras e iglesias. Incluso tenía una a medio terminar: la torre Eiffel” recuerda Jorge, un vecino.

Paulo VI se fue llenando de matrimonios jóvenes, académicos e intelectuales que encontraron un barrio donde no había que salir para nada. Tenía de todo: parques, locales comerciales, bancos, un supermercado, una enorme plazoleta y un edificio con billares, bolos y maquinitas. El escenario era perfecto hasta que alguien rompió la calma.

Los niños crecíamos con un afán desbordado por ser grandes. Todos queríamos ir a la plazoleta principal. En mi caso, seis años no eran suficientes para salir del parque de atrás de mi edificio. Desde la esquina de mi zona, veía a los más grandes, los de pelo largo y chaqueta ovejera, cuando se sentaban en la fuente. Entre ellos estaba Julio Puñales. Mi padre lo señalaba cuando pasábamos por la plazoleta en su Simca rojo y yo en mi asombro infantil, trataba de verlo por la ventana.

Julio conformó con El Bumangués, El Negro Rafa y Pecho de Lata una logia que nadie quisiera encontrarse ahora y mucho menos en esa época. No le temían a nada ni a nadie. Se daban trompadas con el que fuera. Quien los mirara mal, llevaba del bulto y el que los mirara bien daba papaya por sapo. Pero ellos no eran los únicos: El Pato, El Fruco, Germán El Tiempo, Jimmy Chinchin, Zéppelin, Waldo y los más jóvenes como Camilo, Saúl, El Ratón y Beto también empezaron a rodar con él. Amigos o víctimas, lo que fuera, de copa en copa, de plon en plon, de pase en pase o de pepa en pepa, hacían que las tardes y las noches del barrio se calentaran y en medio de la calentura, Julio era el principal animador.

Julio Puñales tenía todo para ser el líder: su cabeza era una máquina que destrozaba narices y desfiguraba rostros. Todos dicen que puso de moda los cabezazos en el barrio. Además, era un jabón, como se les dice a los que saben esquivar puñaladas, mientras miran fijo a los ojos del rival, esperando el momento de desarmarlo y asestarle el golpe final. Julio traficaba y robaba y conseguía lo que quería a las buenas o a las malas. Con el dinero seducía: invitaba a gaseosas, empanadas, trago y como si fuera poco, conseguía la mejor bareta, hachís, pepas de toda clase y potentes ácidos, que engolosinaban a estos jóvenes sedientos de nuevas experiencias.

“Nos comíamos las pepas con fritanga para que con la grasa se nos subieran más rápido a la cabeza”, recuerda Saúl, un cincuentón de los duros, con el temple y el respeto conseguidos por el hecho de haber pertenecido a la vieja guardia y agrega “Íbamos a Kennedy a comprar pepas y a darnos por la cabeza. Subíamos a la casa del man, llenábamos un platón con ginebra, vino cerezano y hielo. Echábamos de 15 a 18 pepas, revolvíamos y nos inyectábamos. Apagábamos la luz y, en medio de los bafles, nos enviajábamos escuchando Black Sabbath”.

Lo que no sabían los pelaos de entonces, era que recibirle algo significaba convertirse en su amigo y eso no era bueno porque deberle un favor o aceptarle una atención era caer en sus garras. Julio tenía un mecanismo definido, primero cautivaba con invitaciones y luego sometía. “Yo soñaba con matarlo, con cogerlo todo pepo y meterle un batazo en la cabeza”, cuenta Saúl quien, por esa época, en el 77, tenía más o menos 16 años y empezaba a andar con Julio quien ya estaba por los 23, aprendiendo muchas cosas de él, pero sintiendo la presión del que usa la maldad para abusar, sin importar si se es amigo o no.

Un día venían pepos por el lado de la iglesia y Julio le pidió a Saúl que lo acompañara a su casa por un abrigo. Subieron hasta el cuarto dónde había un plato de espaguetis con un tenedor de cabo de madera.

Julio cogió el tenedor y lo amenazó:

− Chino, quítese la ropa.

Saúl no creía que fuera en serio, pero Julio lo miró fijamente y repitió:

− ¡Que se quite la ropa!

− ¿Qué pasa Julio? —respondió Saúl.

Julio se paró y le enterró el tenedor en el brazo

− ¡Que se quite la ropa!

Saúl, adolorido, hizo un amague que le sirvió para escabullirse del cuarto, escaleras abajo y abandonar el apartamento. Llegó botando sangre a la plazoleta, consiguió un garrote y se devolvió. Cogió a palazos la puerta, pero Julio no abrió. Al otro día, Saúl, con el brazo herido, salió a jugar fútbol. Notó que Julio lo miraba diferente. Desafiante, pero con la complacencia que tienen los malandros cuando analizan a alguien que los desafió −Entonces qué ¿me estaba buscando ayer? —dijo Julio.

Muchos dicen que Julio Puñales subía a los pelaos a su cuarto para abusar de ellos. Algunos de quienes lo conocieron aseguran que era un pervertido. Otros dicen que sólo se les insinuaba para intimidarlos. Lo cierto es que muchos jóvenes acudieron a la famosa mansarda de su ídolo a pegarse sus primeras trabas, a escuchar buena música y a deleitarse con las seductoras y fascinantes historias del bajo mundo, de cárcel, tropeles y robos.

Las vueltas de Julio seguían. Con Zéppelin, El Pato y los que se pegaran, robaba carros para pasar los fines de semana en Melgar. Con El Negro Rafa asaltó una galería en Sears. Fue detenido varias veces, pero duraba poco tiempo. A diferencia de Juanito Alimaña, él no tenía primos en la Policía, pero sí una madre con influencias en la Procuraduría y un padre amigo de un general. Salía de la cárcel y se jactaba de mojar prensa con titulares que no hablaban directamente de él, pero sí de la pandilla de Paulo VI, de los hijos de papi que robaban carros por placer, del Bronx de Bogotá.

Con El Bumangués peleó varias veces, por cuestiones de tragos, por probar cuál era más fuerte o simplemente por placer, sin razón alguna. Eran felices cascándose o cascando a los demás. Ambos frecuentaban el billar de Don Lucho. Un largo tercer piso con billarines, maquinitas y mesas de ping-pong. En una ocasión, Julio llegó al billar con Laica, su perra pastor alemán. El Bumangués estaba con su padre. Julio empezó a molestarlos y pidió que le gastaran una cerveza. El Bumangués se la dio y le advirtió: “No la monte que conmigo se mete en un mierdero”.

Sin haber probado la cerveza, Julio dijo:

−Deme otra cerveza−.

−Pero si tiene una llena en la mano−.

−Entonces ¿qué va a hacer?

El Bumangués sacó un revólver y comenzó a dispararle entre las mesas. Tiro a herirlo, pero no le pegó. Para enfrentarse a Julio tocaba ser frentero y no aculillarse.

−En esa época yo no me le arrugaba a nadie, ni siquiera a Julio. Yo era muy bravo —confesó El Bumangués. Julio era respetado, pero también sabía que con algunos de sus amigos la cosa era diferente.

La fama de Pablo VI se regó por la ciudad. Muchas familias vendieron sus apartamentos pensando que el conjunto se iba a convertir en una olla. Mientras tanto Julio seguía rompiendo al que llegara. Traía jovencitos de Kennedy que se juntaban con los del barrio, como Veneno y Marrano, que venían a beber, a pelear y a drogarse. Así mismo llevaba a Kennedy a los pelaos de Paulo VI, para que presenciaran las peleas, a enseñarles a meter cabezazos, a esquivar el chuzo, a ser frenteros y a proveerlos de pepas y de bareta. Allí Julio tenía un apartamento lleno de marihuana. Quienes lo conocieron aseguran que les tocaba caminar encima de la hierba, la misma que él les daba para que vendieran en el barrio.

En otra ocasión, en medio de un campeonato de banquitas que se disputaba en el conjunto, unos muchachos del Benjamín Herrera jugaban contra el equipo del barrio. Las barras empezaron a bravearse entre sí y el combo de Paulo VI, con Julio en sus filas, comenzó a calentarse. Entonces Beto, quien era apenas un peladito, se acercó a la barra enemiga y al que más bulla estaba haciendo le metió tres cabezazos. Sabía que su maestro lo respaldaba. Los foráneos no se quedaron quietos y sacaron sus navajas, ante esto Julio reaccionó y sacó una fusta de cuero que parecía inofensiva, pero escondía un largo chuzo muy afilado.

Entre golpes, cortadas y varillazos llegaron los carabineros. Un policía trató de calmar a Julio, pero este lo bajó del caballo y lo golpeó. Los otros carabineros lo cogieron a patadas hasta controlarlo. Lo esposaron y lo subieron al caballo mirando hacia la cola y se lo llevaron. A los dos días regresó al barrio presumiendo de su aventura.

Julio seguía infundiendo terror. Si había una rumba y él quería entrar, no había forma de decir que no. Si quería una botella de trago sin pagarla, tocaba dársela. Atracaba las ollas y se llevaba la mercancía desafiando a jíbaros y delincuentes. En conciertos y bares armaba peleas y demostraba su poderío. Su fama trascendía las fronteras del barrio. Decía “Yo no soy un malo de barrio. Yo soy un malo de ciudad”.

A comienzos de los 80’s Julio era una pesadilla para el barrio, incluso para los que se juntaban con él. Los más jóvenes crecían y se le rebelaban. El administrador de esa época, un militar retirado, le mató su perra, le cazó pelea y lo denunció a la policía. Todo lo malo que sucedía en el barrio era culpa de él. La gente quería verlo derrotado. Las redadas se hicieron frecuentes y su margen de acción fue disminuyendo. La Policía lo tenía entre ojos y venían a buscarlo, a requisarlo, a llevárselo así no estuviera haciendo nada. Entonces de un día para otro, Julio se fue sin dejar rastro.

Durante muchos años, la gente dijo que la policía le había tendido una cacería tan fuerte que saltó desde el cuarto piso de su casa y se voló. Eso es parte del mito, así como tantas cosas exageradas que se hablaron de él. Decían que había sido asesino, violador, un ser demoníaco que vestía de negro… Julio fue malo, pero nunca como el mito que se construyó en torno a él. Cuando se fue, la fama del barrio se disparó. A pesar de que algunos jóvenes entraron en razón y se ajuiciaron, otros siguieron vagando y drogándose.

Hablar de este personaje no es fácil. Hoy, casi 30 años después, escarbar en los recuerdos de los que compartieron con él, es estremecedor y conmovedor a la vez. Hombres de 50 años culpan a Julio de sus vidas malogradas. Se cogen la cabeza y exclaman: “Esa época fue tenaz, muy pesada”. Llevan clavadas las secuelas, como una sarta de puñaladas, que Julio dejó en sus almas.

Muchos de los que compartieron su vida ya no están en este mundo. Al Negro Rafa lo mataron, a Zéppelín lo atropelló un bus, de Pecho de Lata no hay rastro… Otros siguen por la vida con mayor o menor fortuna: El Bumangués tiene su propia empresa. Beto trabaja como optómetra y Saúl aún frecuenta el barrio gestionando apoyo para una fundación.

A mediados de los 80’s Julio se fue cultivar coca en el Llano, pero el negocio no funcionó. En noviembre de 1988 volvió al barrio, venía de paso, estaba muy llevado por el vicio y cargaba a cuestas el peso de una vida dura. La única vez que lo vi de cerca fue por esos días. Subí a los billares y allí estaba, casi indigente, con el rostro desencajado y los dientes en mal estado, sentado detrás del mostrador tomando guaro con Don Lucho y tallando una bola de billar con una chavetica pequeña. Estábamos asustados. A pesar de que estaba muy disminuido, su mirada infundía temor, así que me fui. Esa fue la última vez que lo vi.

Días después don Lucho me contó que tenía una herida en el pecho, que le había dado algo de dinero y que se había marchado. Nadie sabe con qué suerte corrió… Algunos aseguran que lo mataron en Villavicencio, otros que murió indigente. ¿Quién sabe? Todos en el barrio han escuchado hablar de él. En alguna fogata, en algún parque, en la misma plazoleta, alguien a lo largo de los años ha contado alguna de sus faenas. Como en la época de los juglares, su leyenda ha pasado de generación en generación, muchas veces tergiversada, dejando un legado y una fama que, así como nos ha abierto muchas puertas, también nos ha cerrado otras. Porque desafortunadamente y sin ánimo de generalizar, para los que no crecieron en Paulo VI, todos los que nos criamos ahí, llevamos algo de Julio Puñales por dentro.


Leer más crónicas de Bogotá, Colombia
Salir de la versión móvil