Otro elogio innecesario de las cosas inútiles
«Por cada país que suprime de sus academias un programa humanista o artístico, debería emprenderse una revolución…»
La especie humana ha transitado sobre la Tierra por miles de años, en su camino ha emprendido una búsqueda desaforada por el progreso. En esa línea de evolución ha cimentado civilizaciones, imperios, nuevas tecnologías, inventos, etc. sobrepasando sus propios límites, e incluso pasando por encima de su misma especie hasta conseguir objetivos inimaginables. Adicional a ello, se ha construido toda una escala de valores y roles, que enuncian en sus principios lo que para las distintas culturas puede ser el «progreso».
En esa misma escala han aparecido las cosas inútiles a defender su permanencia y derecho sobre el planeta. ¿Pero cómo se entiende aquello de la inutilidad? Entenderemos lo «inútil» como lo que no devela un uso práctico aparente. En una lúcida ponencia La utilidad de la luna el escritor William Ospina afirma, en relación a la lectura, que: «es grave y estéril que se pretenda imponerle a la lectura unas finalidades demasiado limitadas. Deberíamos ser capaces con frecuencia, como decía Baudelaire, de partir sólo por partir, de leer sólo por leer». Ospina señala esa cualidad y derecho del goce de la lectura, que nos recuerda a Jorge Luis Borges, entre la libertad, el asombro y el descubrimiento. Pero ¿por qué se vuelve tan urgente establecer una defensa de lo inútil? Quizá porque el mundo en su paso apresurado, ha ignorado que para ver el cielo y apreciar el atardecer basta abrir los ojos y contemplarlos, y en este acto detener por un instante el minutero del reloj acelerado del mundo.
La utilidad de la lectura, como la del arte, como la de los humanistas, como la de la sonrisa de los niños que juegan en la calle, no es otra, que recordarnos nuestra historia, nuestro tránsito, la materia de la que estamos hechos. Por cada país que suprime de sus academias un programa humanista o artístico, debería emprenderse una revolución, así como por cada institución en la que se ha puesto la escritura al servicio de lo administrativo, se deberían levantar de todos los rincones una tormenta de poemas. Hablamos probablemente de algo «útil» la pregunta por el futuro.
Años de evolución no deberían enfrentar nuestras ideas a una sola que depende del mercado, no tendríamos que desgastarnos en el amparo de las cosas inútiles, procurando que ellas sobrevivan, pero es urgente y necesaria su continua defensa. Es así, que cada economista deberá también plantearse cuántos filósofos requiere para potenciar su compañía, cada presidente contar en su gabinete con artistas, cada negociante poder realizar acuerdos mediados por las palabras de un escritor, cada científico atender a las instrucciones de la música. La salud que ahora nos ocupa no es la de los médicos y la ciencia, es la de los hombres y lo que ocurre en su alma.
Ante la inutilidad de mirarnos a los ojos, en tiempos donde recibimos noticias de los otros a través de la pantalla, nunca quizá fue tan necesario reconocer a las cosas inútiles, ya hay demasiadas utilidades en el mundo, que se llevan el tiempo entre sus dientes y nos roban los días como un hambriento devorador de sombras.