Las obras de Ramón Barba en el olvido
Fotografías: Damián Angulo
La nostalgia que nos invade por el pasado nos lleva a visitar no una sino varias veces el Museo Nacional de Colombia(Antigua Cárcel de Bogotá, denominada por los años veinte como: “el panóptico”). Entre tantas cosas que se pueden ver allí, quedan en la memoria las esculturas de madera de Ramón Barba(a pesar de su ciudadanía extranjera, se encuentra hoy reconocido como uno de los mejores escultores que ha tenido Colombia en la historia del arte), de tamaño descomunal, con tanta fuerza y realismo que parecen mostrar sus emociones y, de sus venas hechas con gurbias, circular la sangre. Esas imágenes quedan en la mente como un recuerdo diluido pero vibrante que hay que hacer vívido, volviendo a visitar el panóptico de manera que Ramón Barba, el autor de estas obras, quede en la memoria con su poético nombre difícil de olvidar.
El tiempo que es un tirano, que no conoce moral y mucho menos historia, nos entregaba en un salto de Chronos otro recuerdo de las majestuosas tallas de madera de Ramón Barba. A mil seiscientos kilómetros de Bogotá, en el Caribe colombiano, lleno de calor y color, otros escultores de madera, Manuel y Andrés Bohórquez, relataron, con emoción de fanáticos y continuadores de la escuela de Ramón Barba, que las obras de este escultor son el reflejo de la genialidad de uno de los más grandes artistas plásticos que ha vivido en Colombia.
En Minca, un pequeño terreno plano de la Sierra Nevada de Santa Marta, en un hotel rodeado de la naturaleza y dominado por la madera hecha arte, surgió la idea de indagar por el maestro Ramón Barba. Lo que más nos motivó fue lo que nos contaron sobre el olvido de sus obras, las cuales se encuentran agrupadas en un cuarto de un barrio del centro de Bogotá, pero que deberían ser patrimonio cultural de Colombia. De nuevo en Bogotá, un simple directorio telefónico mostraba el nombre de Julián Barba, quien resultó ser el hijo del maestro escultor.
El contacto telefónico con Julián Barba nos llevó a concretar una cita en el puente de la calle 26 que conecta con la Universidad Nacional de Colombia. En esta calle, en la cual se confunden los escombros de la construcción de Trasmilenio, con los brillantes paquetes de frituras y de los gases productores de lágrimas, iniciamos el camino hacia el barrio Santafé(El barrio Santafé fue un barrio residencial en el centro de Bogotá, convertido en la actualidad en una zona de prostitución, en Colombia denominada “zona de tolerancia”), donde nos escoltaban evas sin edad y chicas del estilo Truffaut, vestidas con sedas satinadas y colores ardientes. Mujeres rollizas con minúsculos trajes nos ofrecen sonrisas prístinas y la posibilidad de un momento austero de placer. Entre lupanares y ventas de “sandguich” [sic] entramos a una casa con un gran portón verde.
La fuerte expresión del pueblo colombiano, entre el ánimo violento y la fuerza espiritual, está plasmada en las obras de Ramón. Estas magnas estructuras, apiladas por el olvido y luchando entre el límpido zinc y el polvo que sopla, son la magnificencia de nuestro pasado; son la torre de argamasa viva que se levanta para decidir nuestro presente. El guerrillero, Los comuneros, El padre Almanza, Manuela Beltrán, Ricardo Rendón, obras talladas en madera traída del Huila, Cundinamarca, Tolima, Boyacá son expresiones en materia viva de seres que entregan su tiempo y su alma por un ideal posible en la esquina siempre verde de los Andes.
Ramón Barba, por razones que desconocemos, llegó a Colombia en 1925, después de divagar por el continente. Un día decidió salir de España para no regresar y, buscando un destino, visitó las delegaciones diplomáticas de su lengua, las americanas, donde en palabras de su hijo Julián: “Buscó la embajada que más le gustara, para elegir el país de destino”. Al parecer, en uso de una razón inusitada, escogió la isla acaramelada de Estados Unidos: Cuba; de allí pasó a México y después Colombia.
Continuando con el homenaje a los partidarios de la lucha política en Colombia, logramos vislumbrar una escultura en yeso de Jorge Eliécer Gaitán. Comenta Julián que fue hecha por encargo de la esposa del líder político, asesinado en 1948.
Como ya hemos comentado, Ramón Barba era un artista polifacético. Dentro de sus obras no sólo se encuentran tallas de madera, esculturas de yeso y cerámica, sino que también, como todo escultor en su trayectoria artística, realizó cantidad incontable de bocetos y dibujos de gran expresividad y realismo. Dibujos dignos de un gran escultor, que en cada línea tallada o dibujada casi dejaba el espíritu del modelo a retratar.
Uno de los personajes de sus dibujos se nos hizo conocido. Julián nos ratificó que era del poeta León de Greiff y nos contó una interesante anécdota sobre este dibujo. Cuenta que este insigne poeta nacional decidió hacer una especie de intercambio artístico entre amigos, que terminó en algo despreciativo. León de Greiff le llevó a Ramón Barba uno de sus libros para que lo leyera. Cuando volvió a visitarlo, le preguntó qué opinaba; Ramón le dijo que era una obra grandiosa, aun cuando no la había leído, pues confiaba a “ojo cerrado” en su virtud poética. Sin embargo, esto disgustó al literato, quien constató que su obra no había sido percibida ni siquiera de reojo, pues había dejado las hojas pegadas entre sí, y al encontrarlas en el mismo estado, comprobó que el artista ni siquiera había abierto el libro. Malhumorado, el poeta se fue; pero el maestro, en un plan amigable, fue a su casa a disculparse, aunque se encontró con la sorpresa de que aquel dibujo trazado para el poeta, hecho no por encargo sino por simple aprecio, estaba boca abajo y sobre él estaban pelando papas. Salió de su casa furtivamente y evitó entablar diálogo con el poeta.
Aún no entendemos por qué, pero, al recordar y reflexionar sobre las demás anécdotas que hemos escuchado sobre León de Greiff, todas tienen alguna relación con la comida: ésta no es la excepción Julián nos fortaleció esta suposición, pues nos contó una de las primeras escenas de cuando conoció al poeta. Decía: “… recuerdo al poeta León de Greiff comiéndose un tamal con las manos, en la carrera séptima, y tirando el verduzco empaque a la mitad de la carretera.” Nos contó también que la casa del poeta quedaba cerca de la del maestro Ramón Barba, hasta que una gotera la tumbó, y una de esas chicas satinadas que ofrecen sus carnes y sus sonrisas en las puertas de casas aledañas, se adueñó de su cama. “Imagínese la cama de León de Greiff siendo la cama de una furcia –reclama Julián.”
En una última mirada al taller, nos preguntamos finalmente: “¿y dónde están las herramientas que entregaban forma a estas monumentales piezas en madera?” Entonces nos enteramos de que su hijo Julián decidió que deberían servir para algo y las donó cuando sucedió la tragedia de Armero para que se hiciera algo con ellas. También nos preguntamos sobre el futuro de estas obras agolpadas en espacios que apenas las dejan respirar, gracias a las cuales el alma se emociona por la magnificencia del don de esculpir, de modelar, de fundir. Cuánta expresividad artística amontonada sin poder ser deleitada por el ojo del escolar, del universitario, del hombre y la mujer común que asisten ávidos de emociones a los museos: vírgenes de yeso, mascarillas de personajes muertos, santos de madera, cruces cristianas, campesinos cobrizos, mujeres de piel nativa adornadas con una cabellera que termina en hermosas trenzas y unas manos casi vivas que agarran un pañolón; rostros con miradas tristes, inciertas; cabellos sueltos, alborotados, peinados. Cada obra con una memoria y un sueño, como fantasmas de seres idos. Cuánta grandeza olvidada por los organismos oficiales, que paquidérmicos y burocráticos, dejan que se vuelvan cenizas los mejores sueños.