Panoramica de una habitación estrecha


Ilustración: Jorge Vasco
Ilustración: Jorge Vasco

Novocaína en el cerebro

La pared en la que apoyo mi cabeza.
Los remolinos del agua en la taza del inodoro.
El dinero que religiosamente me gira mamá a fin de mes.
La expresión de asombro de mi perro mientras me rasco el culo.
El fastidio de tener que terminar de leer una estúpida novela
donde una niña japonesa de dos años se cree una tubería.
El Clonazepán y la Novocaína que le robé a la tía Gavina antes
de venirme a vivir a Medellín.
El dolor de espalda y de piernas por tanto andar las calles
de esta ciudad de mierda.
Los eructos y flatulencias que me provocan las lentejas y los cigarrillos.
El ir y venir de carros y motos antes y después de poner
un pie fuera del apartamento.
Los cumpleaños que siempre olvido.
Las amenazas de mi novia cuando la dejo hablando sola en el teléfono.
La hediondez en mis zapatos.
Las ganas de conocer Nueva York.
La voz carrasposa de Tom Waits.
La pereza de salir a buscar empleo.
Y otras cosas que se me escapan cada vez que enciendo la tele.

 

La gente detesta mi mal aliento

6:30 pm
Tengo medicinas suficientes para combatir mi mal aliento
pero no las tomo por pereza.
La poca gente que conozco no me habla.
Evitan mis invitaciones a beber.
Pero eso no me importa.
Compro diez cervezas y me instalo en el sofá de la sala
con un espejo frente al rostro
y me digo tres o cuatro cosas.

7:20 pm
El teléfono suena antes de terminar la primera cerveza.
Alguien ha hecho una llamada por cobrar desde Estambul.
Preguntan por Carol (la rubia feliz de Barcelona)
y yo digo que aquí no vive ninguna Carol
y que esto no es Barcelona sino Medellín
y que ya quisiera yo que esto fuera Barcelona.

3:00 am
El humo en la oscuridad no es humo sino la mano
de alguien sin rostro.
Odio fumar en la oscuridad.
Odio las caricias desconocidas.

 

Manías

Tengo la manía de recorrer las calles en zigzag
y evito pisar los bordes de las aceras más de dos veces
seguidas.
Me detengo en las esquinas y miro las montañas
detrás de los edificios.
Y tengo la sensación de que nada es tan real como parece.
Y que el camuflaje puede ser, si así se quiere,
una mejor forma de estar en paz con el mundo.
Y sin embargo vuelvo los ojos al suelo y continúo mi camino,
siempre en zigzag y tratando de no pisar los bordes de las aceras
demasiadas veces.
En la estación más próxima compro un ticket de ida
y vuelta a casa.
Y lo compro de ida y vuelta porque en realidad
no quiero regresar tan pronto.
Permanezco de pie en el paradero.
Y de cuando en cuando limpio la punta de mis zapatos.
Y me apeno de llevar la misma ridícula camisa de todas
las noches.
Y dejo que el tren siga su curso.
Y que el amor espere por mí inútilmente.
Y que todas mis manías arremetan de golpe.
Que el transporte avance.
Que la gente baje y suba como de ordinario.
En aparente paz con el mundo pero con miedo a viajar demasiado solos.
Porque a las nueve de la noche cualquier vagón del metro
les parece peligroso.

 

Releyendo a Paul Auster

Sentado en el retrete.
Con las manos sobre las rodillas
y los ojos fijos en el rollo de papel higiénico.
Esperando que la peste fluya.
Que todo se despeje.
He vuelto a leer El palacio de la luna.
Experimento una extraña satisfacción.
Una sensación de abandono que no tiene
nada que ver con el silencio.
Tal vez con la soledad, pero definitivamente
no con el silencio.
Hoy nadie me ha llamado por teléfono.
Las rosas y los geranios de la sala aún no están marchitos.
En la nevera no hay nada de comer pero eso
no me preocupa.
Es un buen momento para meditar.
Para dar rienda suelta a la felicidad.
¿Estará la felicidad en el retrete?
¿Será que estar sentado en el retrete
haciendo lo que se debe
es un síntoma de felicidad?
No he pagado las cuentas del apartamento
y posiblemente no pueda hacerlo durante mucho tiempo.
Pero, bah, todo es como debe:
En la sala aún hay rosas y geranios.
En el retrete, una porción del mundo que no voy a echar de menos.

 

Instante

Anoche recibí un e-mail de un viejo amigo
que vive en Buenos Aires.
El mensaje era corto y directo:
Eres un tipo desagradable.
Un escritorzuelo mediocre
pero te quiero.
Sé que hay más escritorzuelos mediocres en el mundo
y que sobre todo y más que nada abundan en Buenos Aires.
Pero patéticos e ingenuos como tú
muy pocos.
Es probable que después de tanto
por fin haya decidido sincerarse.
Es probable que su opinión sea acertada.
Pero eso poco importa ahora.
Él seguirá andando las calles de una metrópoli agotada.
Yo seguiré tecleando cada noche
a pesar mío.
A pesar de los viejos amigos que en uno u otro momento
suelen dar pésimos consejos.
A pesar de este apartamento ajeno donde cada cosa
que miro y toco me repele.
Es así como se mueve el mundo.
Es esta la mejor y única forma de darle muerte a las canciones.

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