“Is there a ghost” era la melodía que susurraba al oído de Claudia el día en el que todo empezó. Cada una de las palabras de la tonada la punzaban hasta atormentarla, “I can’t sleep, I can’t sleep”, lo otro, lo que pasaba afuera de sí, no era muy claro. Su tía estaba angustiada, recostada a su lado, en una pequeña silla junto a la incómoda camilla de ambulancia. Claudia sentía sus delgadas y blancas manos tibias, acariciaba con la yema de los dedos el burbujeante líquido que brotaba de sus muñecas; seguro era eso lo que generaba el inquietante comportamiento de su tía. Luego, Claudia atravesó en una enclenque camilla largos pasillos con baldosines blancos, luces que se tambaleaban en el techo al compás de “Rock lobster”, mientras su mente viajaba en cada nota de guitarra, de sintetizador bajo, que con su eco acariciaban cada una de las cavidades del cuerpo de la joven delgada de cabello rizado.
“Because” de The Beatles, y antes de escuchar el track que había dibujado su sueño, empezó a sonar una letrilla setentera argentina. Tan confuso era ese escenario de sonidos y cuerdas siderales que tardó varias horas en comprender lo que ocurría. Entonces, en el poco espacio que le permitía el contraste de sonidos, pudo ubicar un pequeño y abandonado espacio dentro de sí, un lugar silencioso desde dónde podría pensar y entender por qué ante la amenaza de cualquier sonido era la melodía de alguna canción la que la atormentaba en su interior. Desafortunadamente, el silencio fue apenas momentáneo, e inútiles resultaron sus intentos por silenciar el arrabal de sonidos o de escuchar sus propios pensamientos; estaba condenada a escuchar uno tras otro tema musical, como si tras del oído se conglomeraran miles de canciones, en donde el tímpano cambiaba de melodía tras las caprichosas órdenes del cerebro.
Al amanecer, Claudia se encontró en una habitación pequeña, sobre una cama de barrotes de metal. A su lado, otras dos camas como la de ella, y a su espalda una amplia ventana que daba hacia la calle y llenaba de luz natural la habitación. Una vez que observó el nuevo escenario, se levantó lenta y cuidadosamente, su débil condición difícilmente le permitió ponerse en pie. Con esfuerzo caminó hasta la ventana, desde allí vio que estaba quizá en un sexto piso de un edificio del cual no tenía memoria, luego empezó a sentir la cabeza pesada, sintió nauseas, así que decidió regresar a la cama. Tomó aire, la puerta se abrió y una joven enfermera se aproximó hacia ella, la mujer conectó algunos conductos al brazo de la joven. Luego empezó a hablar, pero para el oído de Claudia estos sonidos se convertían en cantos, la voz dulzona de la enfermera se fue filtrando en la cabeza de Claudia hasta retumbar en su interior con una melodía que poco a poco se iba contagiando de instrumentos musicales, de coros, de aplausos. El volumen de dichos sonidos en el interior de la joven los hacía casi insoportables, entonces intentó pedirle a la enfermera que se callara; pero no encontraba palabras, no podía musitar siquiera una frase o decir por lo menos un nombre, en cada intento por comunicarse su boca solo emitía balbuceos.
Ante esta angustiosa situación lo único que pudo hacer fue dar un grito que agotó todo su aliento, tras del cual vinieron algunos minutos de silencio. La enfermera quedó consternada por la reacción anormal de Claudia. De una de las camas vecinas empezaron algunos leves susurros, que en los oídos de Claudia eran un conglomerado de notas musicales que incrementaban levemente su volumen. Estos empezaron a corear algunos fragmentos de “Violent” de The Rakes, luego, de la misma manera que había ocurrido con la enfermera, llegaron instrumentos y el sonido se fue haciendo más y más grande hasta el punto de inquietar desesperadamente a Claudia. Mientras la joven escuchaba el tema musical, entraron precipitadamente dos enfermeros, que la retuvieron violentamente y la trasladaron a otra habitación aún más pequeña. La música fue bajando gradualmente de intensidad y, tras sus vagos intentos por apaciguar el volumen de los sonidos, cayó agotada sobre el suelo, pudo dormir unos instantes. Unas horas después llegó la enfermera de turno, la acomodó sobre la cama, le puso una almohada en su cabeza, alistó una jeringa, la lleno de una sustancia verde opaca y la inyecto en alguna vena del brazo derecho.
En ese momento, Claudia quería hablar con la enfermera y preguntarle cuánto tiempo estaría allí. Pero no podía pronunciar ninguna palabra, todo se remitía a balbuceos que terminaban intimidando a todo el personal del hospital. Tras los intentos perdidos por comunicarse con la enfermera, vio como ella llamaba al médico que le atendería: un hombre de unos cuarenta años de edad, alto, de piel morena. Su aspecto le era familiar, pero Claudia, en su aturdimiento, no podía recordarlo. Después de que el hombre dialogara con la enfermera, se le acercó, pero ella, en vez de escuchar explicaciones o preguntas del médico, empezó a escuchar una suave melodía que le decía: “People are strange when you’re a stranger. Faces look ugly when you’re alone”. Tras ello otra vez aparecieron los instrumentos musicales y una vez más la melodía fue incrementando su volumen hasta volverse insoportable, hasta llevar a Claudia a emitir gritos desesperados que irrumpían como vidrios que se quiebran en un apacible lugar.
De esta manera transcurrieron varios días, poco a poco Claudia se fue llenando de angustia y desencanto, cada vez le era más complicado resistir las miles de notas viajando dentro de sí. Una mañana, sumida por la desesperación ocasionada por las vibraciones y sonidos, intentó golpear fuertemente su cabeza contra una de las paredes, para silenciarla un instante; pero, aparte de heridas e hinchazón, lo único que consiguió fue que la cambiaran a otra habitación con paredes acolchonadas. A partir de allí, y tras tres días de permanecer en esa nueva habitación, Claudia tuvo en sus manos una agenda y un bolígrafo gracias al descuido de alguna de las personas que se encargaban de su cuidado. Si bien no podía hablar o pronunciar una palabra, aún podía escribir. La joven decidió entonces escribir todo lo que le había ocurrido desde el viaje en ambulancia hasta ese momento, aun bajo el riesgo de ser ignorada o de que tomarán su relato como consecuencia de su aparente delirio. Relató por escrito su imposibilidad de comunicarse y cómo había sido maldecida con una infinidad de sonidos y tonadas causantes de su continuo tormento. Pese a su esfuerzo, al entregarle el texto a la enfermera, lo único que consiguió fue una prohibición permanente a usar papel y lápiz.
Cada nuevo despertar se convertía en un laberinto de desidias. Su inusual comportamiento generaba la visita de diferentes especialistas, lo que implicaba tener que soportar diversas melodías a decibeles incontrolables, con el único deseo de un prolongado silencio, de ser observada en silencio. En las últimas observaciones, la joven optó por no intentar comunicarse con ellos, no emitiría ningún sonido. Comprendió que de esta manera podía bajar un poco el volumen de la música y que entonces dichas sesiones no culminarían con sus acostumbrados gritos plagados de desespero, los cuales perturbaban al personal. Por el contrario, intentó controlarse, tomar una actitud pasiva e incluso buscó la manera de comunicarse visualmente con ellos, casi hasta el punto de bañar sus ojos de lágrimas; pero todos evitaban su mirada, quizás por temor a ser contagiados de su peculiar patología.
De esta manera pasaron siete meses. Eterno otoño en el que las hojas secas invadieron sus motivaciones e ilusiones por salir de allí, en los que Claudia aprendió a soportar con entereza su situación. Cada vez eran menos continuas las visitas de personas y en los pequeños indicios de silencio pudo dar algo de sosiego a su alma, sometida al acoso ensordecedor y apabullante de la música.
Una buena tarde de enero decidieron darle de alta. Ese último día en el hospital le pidieron firmar un documento. Claudia apenas lo miró, ojeo superficialmente sus hojas y firmó. Tras firmar, una de las enfermeras le dio un par de medicamentos que tenían un aspecto diferente al que usualmente le habían suministrado. Las ingirió como cualquier otro medicamento, se sentó unos minutos en un largo sofá azabache de la sala de espera, cerró un instante los ojos y al abrirlos su tía, que estaba a su lado, le dijo que ya era hora de regresar a casa. Claudia no podía creer que después de tanto tiempo pudiera identificar con claridad la voz de una persona, entender sus palabras y, lo que es mejor, poder decir todo lo que sentía. No obstante, Claudia no quería hablar de lo que le había pasado, el solo hecho de tratar el tema la atormentaba, así que decidió ignorar todo aquello que le había ocurrido, se convenció a sí misma de que todo quizá fue un espejismo, un desajuste del destino, una treta absurda de la vida, una circunstancia de su enfermedad.
Con un gesto de alegría apenas dibujado sobre su sombrío rostro y de la mano de su tía se acercó a la puerta de salida del hospital. Justo cuando iba a abrir la puerta vio a un hombre de una edad similar o igual a la de ella, también de complexión delgada. Iba a ser internado de urgencias, venía atado a una silla de ruedas y gritaba desesperadamente mientras los enfermeros lo llevaban adentro. Su mirada se encontró unos instantes con los ojos grandes y claros de Claudia y se mantuvo fija y perturbadora hasta el punto de intimidarla. Claudia vio como los ojos del hombre se humedecían, ¿acaso trataban de comunicarle algo? Sintió cierto aturdimiento, angustia, interés por descifrar si acaso un mensaje en la pupila del hombre. Pero uno de los enfermeros se percató de ello y se acercó prontamente a la tía de Claudia para insistirle que se marcharan del hospital. Su tía, que era una mujer un tanto misteriosa y que se había encargado del cuidado de Claudia tras la muerte de sus padres, la llevó casi forzosamente hacia la salida, atravesaron un par de calles bajo una creciente y repentina lluvia y se detuvieron un instante. Allí tomaron un taxi, y ya dentro del vehículo la tía le pidió a Claudia prometer jamás mencionar nada concerniente a su estadía o a aquel hospital. Claudia leyó en las manos temblorosas de su tía la conveniencia de aquel pacto y, antes que hacer cualquier suposición o invocación a aquel tormentoso infierno vivido aguardo para siempre el silencio.