¿Necesitamos religión?

A juzgar por la cantidad de personas que decla­ran no tener ninguna religión o no parecen intere­sarse en absoluto por el asun­to, podría decirse que no es necesario tener una para vivir. Este es estrictamente el caso si consideramos lo religioso como un asunto de instituciones: igle­sias o escuelas que establecen rigurosamente las prácticas, creencias y reglas morales que los feligreses deben respetar. Está bastante claro que en una sociedad como la nues­tra uno puede optar por no afiliarse a ninguna de ellas. Pero, si lo religioso es pres­cindible, no es fácil entender por qué algunas personas se aferran a su fe como a nada en la vida y no están dispues­tos a abandonarla; los hay que incluso están dispuestos a morir en nombre de ella.

Tradicionalmente, el estudio de las religiones ha girado en tor­no a las instituciones religiosas: sus ritos, sus dogmas, sus varie­dades. A fin de cuentas, es un enfoque fácil de adaptar a las ne­cesidades de las ciencias sociales. Igualmente, es una aproxima­ción importante para entender el lugar de dichas instituciones ellas sociedades, y también para entender las sociedades mismas. Incluso allí donde se ha querido prestar atención a la experiencia religiosa de los individuos, pode­mos sospechar que suele darse por sentada la preeminencia del hecho institucional por sobre la experiencia subjetiva (hay ex­cepciones, como en todo; excep­ciones que confirman la regla).

El problema es que los más influyentes de estos enfoques clásicos suelen llevar a la con­clusión de que las religiones desaparecerán a medida que avance el ‘imperio de la ra­zón’: a medida que avancen las ciencias, éstas abordarán mucho más eficientemente las preguntas y problemas que antes respondía la religión; a medida que se extienda la educación a toda la humani­dad, las conciencias despertarán al sinsentido de los dogmas tradicionales. Los estudiosos contemporáneos de la religión han tenido que presenciar cómo las ‘profecías’ de clásicos como Marx y Weber fracasan ante una realidad muy diferente.

Así pues, lo que hoy tenemos no es una sociedad pos-religiosa, por decirlo así. Tenemos, más bien, un escenario en el que no tener ninguna religión es una opción por la que muchos se inclinan, más o menos cons­cientemente; pero, a la vez, en el mismo escenario encontramos muchas personas que adoptan una fe y la defienden ante la crí­tica atea. Dudo mucho que nadie haya logrado predecirlo. Es tiem­po, pues, de explorar nuevas ma­neras de entender los fenómenos religiosos —lo cual no implica olvidar a los clásicos, pero sí leerlos con ojos muy críticos—.

Ese cambio de orientación, me atrevo a decir, exige que la categoría central sea la experiencia del individuo, en lugar de la institu­ción. William James ya había de­clarado hace poco más de un siglo que para la comprensión de los fenómenos religiosos la experien­cia es lo primordial. No es sino ella la raíz de la fe que dinamiza el dogma, el fervor que anima el culto, el amor que alimenta la moral. De este modo, y solo de este modo, es posible plantearse la pregunta sobre la necesidad dela religión de un modo adecua­do. Pues aquí el asunto no es si las personas necesitan tener una religión; el asunto es si la perso­na necesita una vida religiosa. De acuerdo con lo dicho hasta aquí, es claro que la respuesta a la primera pregunta es negativa. La segunda, empero, debería ser contestada afirmativamente.

Nishitani Keiji, filósofo japonés del siglo XX, afirmó precisamente que la religión es necesaria en la vida de una persona, incluso aunque una religión no lo sea. Como seres humanos nos enfrentamos a nuestra propia finitud y a la finitud de todo lo que existe: desde bien temprano en la vida empezamos a darnos cuenta de la muerte, y con ello nos damos cuenta de que vamos a morir. Este conocimiento no es simplemente intelectual, no es una constatación que pode­mos escribir tranquilamente en una libreta de apuntes como si nada. Antes de tener noticia de la muerte, vivimos la muerte, la experimentamos. La muerte, valga decirlo, no es simplemen­te un acontecimiento que nos ocurrirá alguna vez: es una con la vida, es indesligable de ella.

Nishitani decía también que esta apercepción de la ‘imperma­nencia’ de nuestro ser y de todo lo que existe (lo que él llamaba ‘nihilidad’) no es generalmente muy clara, porque cotidiana­mente estamos distraídos con una u otra cosa: una reunión pendiente, una expectativa, una situación graciosa, un juego, una deliciosa comida… Pero en situaciones extremadamente aciagas, como cuando fracasa un proyecto al que le hemos apostado todo, muere la persona que daba sentido a nuestra vida o nos anuncian que padecemos de una enfermedad mortal, en situaciones de ese tipo es impo­sible ignorar la muerte, ignorar su presencia en el seno de la vida misma. Entonces, nada pa­rece tener sentido alguno y surge la pregunta: “¿Para qué estoy vivo?” O, dicho de otro modo: “¿Cuál es el propósito de vivir?”

Esa pregunta, que no es mera­mente intelectual porque en ella ponemos en juego el valor de la vida misma, es el comienzo de la búsqueda religiosa. La búsque­da religiosa no es más que el in­tento de responder al problema por el sentido de la existencia.

Si así son las cosas, es aún más claro que en nuestros días afiliarnos a un cierto credo es opcional, pero la búsqueda re­ligiosa, en cuanto búsqueda de sentido, no lo es. Y no porque alguien nos obligue: nuestro pro­pio ser nos obliga, no podemos evitarlo. La vida sin sentido es físicamente posible, pero aními­camente imposible. El irreligio­so, el que por convicción o por desgano no tiene una religión, no es ajeno a la búsqueda religiosa, sino que la lleva a cabo por fuera de las instituciones formales. Es más, no pocas veces sucede que, cuando el irreligioso se hace cons­ciente de la búsqueda y el devoto se decepciona de la respuesta que había creído encontrar, lodos intercambian sus roles.

Referencias bibliográficas

James, William. (1902). The Varieties of Religious Experience. New York: Longmans.

Nishitani, Keiji. (1999). La religión y la nada. Trad. Raquel Bouso García. Madrid: Siruela.

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