(Silencio, transparencia, lentitud)
El poema es una forma del silencio. Incluso hablando de ruido, de la violencia o lo sórdido, lo propicia y lo crea. La poesía es un modo de la contemplación y es también (como la contemplación) una manera de acceder al interior de las cosas y de uno mismo cuando las observa: salir de sí entrando en sí, eso es la lectura del poema.
Detenerse, decantarse, recibir: el poeta es un creador de lentitudes, un propiciador de la pausa. Su trabajo es mostrar lo que hay detrás de las cosas cuando la realidad se asienta. Su oficio es aprender a desaparecer, transparentarse: aclarar su caja de resonancia para que en ella vibre el misterio.
Acercarse al poema no deja más remedio que empezar a explorar los oratorios interiores, las galerías del polvo, los sepulcros íntimos. La voz se vuelve un puente entre la carne y la luz. Por eso es necesaria, frente a la realidad, la lentitud del poema: hace falta vertebrar el silencio, articular la calma.
Nacida del ahora y sus preocupaciones, la poesía vence al tiempo. No es presente, pasada ni futura: es permanencia. Todo poema ya existía y necesita ser inventado. Todo poeta y todo lector buscan la revelación verbal de un tiempo anterior y posterior al suyo: otra realidad.
Sea cual sea su soporte o su tema, contemporánea o no, la poesía es necesaria por los dones que la acercan a la oración o al rezo: silencio, transparencia, lentitud. Palabra por palabra, el poeta y el lector abren la puerta de su carne para entrar en otro sitio que, tal vez, han habitado antes.
El silencio del poema es el eco de un silencio anterior al que buscamos regresar. Su lentitud es el pulso de otra vida. Su transparencia nos permite vernos.