Rebusque cultural bogotano: frontera entre arte y locura

Se ha considerado a veces al artista como un símbolo que fluctúa entre la santidad o la locura […]. Su destino es una simple elección o vocación, bien irracional, o condicionada por un determinismo bio-psíquico-consciente, que recae sobre el mundo si es político; sobre la locura si es poeta; o sobre la trascendencia si es místico.

 Gonzalo Arango, Obra negra, Manifiesto nadaísta

Concebimos a Bogotá como una ciudad culturalmente heterogénea, espacio donde conviven múltiples expresiones encarnadas en sus 7.467.804 habitantes procedentes de los más diversos lugares. Desde el Estado siempre se crea un plan predefinido para las calles de la ciudad, pero la verdadera dinámica de la urbe se la dan las personas que la habitan y se apropian de sus espacios. Algunos de estos ciudadanos se encuentran apremiados por todo tipo de causas y salen a “rebuscar”, bien sea comisionando mercancías o proponiendo una oferta cultural alternativa en las calles. Este artículo constituye un espacio para explorar el fenómeno del rebusque cultural bogotano y, sobre todo, para hacer partícipes a los lectores de su significado e importancia.

Loco es una palabra estereotipo que no tiene una definición concreta, que se utiliza a la ligera y con distintos objetivos. Sin embargo, por convención social, todo el mundo entiende a qué se refiere cuando se usa. Un loco en las calles de Bogotá puede ser aquel al que la droga ha consumido, también el que empieza a bailar, pintar, cantar o aquel que vende artesanías, esculturas talladas o, como coloquialmente se le llama, aquel que “se la rebusca”. Se cree que en el centro de Bogotá hay mucho loco suelto: ese sector que muchos temen y asocian con inseguridad es el mismo lugar de diversión para otros tantos. Este sitio repleto de cemento, gente y los ritmos más convulsionantes y acelerados de la ciudad es donde quizás también se encuentre a la “locura” representada en una pequeña muestra del rebusque cultural.

Recorriendo la carrera séptima (anteriormente llamada “Calle real y del comercio” —sitio privilegiado en la historia de la ciudad, ya que conserva gran parte del patrimonio arquitectónico-colonial del país y es considerado un punto de confluencia comercial y cultural y una importante vía para la movilidad de la ciudad—), nos perdemos, como suele pasar, en las selvas de cemento, entre la multitud que va de paseo o se dirige a su sitio de trabajo. Buscamos a alguien que pueda representar lo que esperamos. Sin saber exactamente qué es la locura, teníamos la convicción de que en la misma séptima estaría la respuesta… Y nos llegó a través de Calipson, el mundo de los juguetes y el desaparecido Septimazo.

Calipson: bailar hasta más no poder

En medio de tantos colores, olores, ruido, carros, familias, mugre, comida, dulces, pies acelerados y pies cansados, justo allí en la mitad de esta Bogotá gris de todos los días, escuchamos el pregón de la canción Gózalo, que dice: “Señoras y señores, tengo el gusto de presentarles de la capital de la república para Colombia y el mundo entero…”. El ruido, ahora acompañado de esa clave de son, en un compás de 4/4, (ritmo inconfundible para la gran mayoría), correspondía a las notas de la agrupación bogotana de salsa La 33, que resonaban en la Plaza de las Nieves, al lado de la librería de la Universidad Nacional de Colombia, y le daban vida y alegría a este pasaje.

Allí, en ese domingo de pollo asado y almuerzo de tres de la tarde, dos parejas de jóvenes estaban bailando frente a un público de distraídos transeúntes, intimándolos y haciéndolos detener su rutina por un momento para contemplarlos, aplaudirlos, contagiarse de su alegría y, en algunos casos, bailar a su ritmo. Los transeúntes y nosotros desconocíamos que estos bailarines no habían almorzado aún, que esperaban agradar lo suficiente como para que el aporte voluntario recaudado pudiera pagar la cuenta más tarde. Nos acercamos para hablarles y de esta manera averiguar un poco más sobre su modo de ver el mundo, sobre lo que para muchos es una locura: pararse en una calle del centro de Bogotá a bailar por horas enteras a la completa intemperie, a sufrir el acoso de la policía, que llega a decir que esas actividades provocan delincuencia, o la indiferencia de un grupo de skaters a los que poco o nada les importa darse cuenta de que están en medio de un espectáculo artístico y siguen haciendo resonar sus ruedas contra el piso. En fin, vivir en medio de gente distraída que no se fija por donde camina y desenchufa sus amplificadores de la toma de corriente y estar pendiente de que ningún manilargo se lleve el producido. Esa tenacidad debe tener razones de fuerza mayor en la voluntad de nuestros entrevistados.

El grupo Calipson está conformado por jóvenes bogotanos (aunque recientemente también cuentan con un integrante proveniente de San José del Guaviare), y fue pensado inicialmente como un proyecto distrital de corta duración. Este proyecto convocó a niños y jóvenes del barrio 20 de julio, con el fin de prevenir el consumo de sustancias psicoactivas y enseñarles una forma diferente para aprovechar el tiempo libre. Dada su aceptación, el creador del proyecto, Juan López, decidió continuarlo con financiación propia y mucha voluntad. Así llegó a reunir hasta a cincuenta personas en los buenos tiempos. Actualmente, el grupo cuenta con diez integrantes que forman las cinco parejas base. Ensayan los lunes, miércoles y viernes y aprovechan los domingos para presentarse en la Plaza de las Nieves.

Un domingo, para los integrantes de Calipson, consiste en reunirse todos en la casa de un compañero, recoger el equipo, tomar el transporte, cambiarse, calentar y bailar desde las once de la mañana hasta las tres de la tarde. Durante este lapso de tiempo, pueden repetir innumerables veces la rutina de baile preparada. Por eso es necesario que entre cada presentación se tomen entre cinco y diez minutos para descansar, presentar el grupo al público y recoger los aportes. Cuando llega el final, después de aproximadamente cuatro horas de baile, buscan un sitio para almorzar, se dividen el dinero recogido y vuelven a sus hogares. Después viene una semana de ensayos para repetirlo todo una vez más.

Algunas veces Calispson ha logrado financiación por parte de algunas entidades, con lo que han comprado su sonido y su vestuario. Pero no se pueden negar las dificultades que enfrentan domingo tras domingo, pues aunque parezca que la calle es un lugar propicio para muestras artísticas, esto no significa que sea el ideal.

Toma tu juguete, recolecta tu pasado

En nuestra ruta por la séptima descubrimos el Mercado de las Pulgas, máximo exponente del rebusque. Allí se encuentran antigüedades (relojes de cuerda, teléfonos, muebles, etc.), CD y acetatos de todos los géneros musicales, ropa, comida, piedras preciosas e infinidad de cosas. Llegamos al stand de Armando, quien empezó a hacer parte de este mercado hace dos años, cuando se encontró en crisis económica. Colecciona juguetes desde que tiene uso de razón, estudia diseño industrial en la Universidad Autónoma y a sus 29 años sabe que, como en la vida todo es un eterno aprendizaje, se desprende de colecciones al tiempo que aprende que todo se puede valorizar más. Acepta que el coleccionismo es un tipo de problema psicológico, lo que en sus palabras sería un trastorno obsesivo compulsivo, pues muchas veces ha dejado de hacer cosas de la vida cotidiana por conseguir un juguete.

Los objetos —o lo que hacemos de ellos— constantes e inmóviles pueden sugerir infinidad de cosas. Lo que representa un objeto para cada persona, la multiplicidad de perspectivas y, sobre todo, los recuerdos que pueden encarnar un par de superficies conectadas. En este particular caso, los juguetes juegan (valga la redundancia) un papel histórico en la vida de todas las personas. Los juguetes imitan objetos de la vida real que usan los adultos y marcan una etapa de transición de los niños: mientras van creciendo mentalmente se vuelven independientes de los juguetes que les representaban el mundo, pues ya ellos pueden tener acceso a los objetos reales. Sin embargo, según Armando, entre los 35 y los 45 años muchas personas retoman las conductas de la niñez y quieren volver a tener los juguetes de la infancia. ¿Se acuerda de su juguete favorito? ¿Aún lo conserva? Si pudiera, ¿qué juguete le gustaría tener ahora?

Así, rodeados de plástico de colores, pudimos observar el momento en el que a un comprador, al ver un carrito matchbox modelo 50, se le escurrió una lágrima. Y osados le preguntamos “¿qué es la nostalgia?” A lo que, don Guillermo nos respondió: “Nostalgia es la tristeza del pasado»; el tiempo que ya pasó y lo que no hicimos mientras transcurría, el pasado encarnado en el juguete que a veces no tuvimos de niños. Para las personas es más fácil cavar en la tierra y olvidar, la opción difícil es recordar. Es preferible vivir cada instante antes que coleccionar muchas cosas y aceptar que nosotros solo somos pedacitos de recuerdos.

Septimazo: diversidad y expresión al límite

Todas las complicaciones que estos artistas informales encuentran a la hora de expresarse se ven ahora agravadas debido a la pérdida del famoso Septimazo. Durante todos los viernes de los últimos cuatro años, la carrera séptima se cerraba desde la calle 26 hasta la Plaza de Bolívar. De esta manera, el acceso a esta parte de la ciudad se permitía exclusivamente a los peatones y las calles podían usarse para prácticamente cualquier cosa que las personas tuvieran en mente: desde CD, muestras de baile, venta de libros. La cantidad de manifestaciones culturales que podían encontrarse eran infinitas. Las personas iban no solo a comprar curiosidades y artesanías, también era un espacio idóneo para caminar y conocer a Bogotá en su faceta más pintoresca y llamativa. Sin embargo, fue cancelado como una manera de solucionar los problemas de movilidad que tiene la ciudad y aduciendo problemas de inseguridad. Aún falta ver si una vez terminen las obras en Bogotá es posible recuperar este espacio, donde todo puede suceder.

Sin duda alguna, la ciudad ha perdido un espacio muy valioso con la desaparición del septimazo. Como ya mencionamos antes, era un momento único, donde todas las diferentes facetas de la ciudad se encontraban en un mismo lugar. Puede que a nosotros no nos afecte su pérdida: simplemente será cuestión de buscar otra forma de pasar nuestros viernes por la tarde. Sin embargo, para los protagonistas de este artículo, aquellas personas que “se la rebuscan” a través de manifestaciones culturales, la situación es grave. Ya hablábamos con anterioridad de cómo, aunque no es el espacio ideal para este tipo de muestras, la calle se presta para estas y, en muchos casos, es la única forma que encuentran estas personas para poder presentar su arte al público. Ahora que el principal espacio para este tipo de actividades ha sido borrado del mapa, las ganancias de estas personas se ven seriamente afectadas. El panorama es cada vez peor, y la cultura comienza a perder terreno frente a “asuntos más importantes”: el progreso, la practicidad.

A la hora de la verdad, los cuerdos son ellos y los locos nosotros. Ellos están intentando alcanzar logros personales, seguir luchando por lo que quieren y por lo que creen. Nosotros, en cambio, nos dejamos atrapar por la rutina.

Reflexión final

Así suelen ser las cosas en nuestra ciudad. Para muchos, locura; para otros, arte. Tal vez, si tan solo estuviésemos dispuestos a concebir las cosas desde otro punto de vista, si dejáramos de desvirtuar la palabra locura y sus equivalentes, cabría pensar que estas personas no sean tan locas después de todo. Quizás solo usamos esa palabra por tener algo de qué hablar cuando paseamos por la calle, cuando nos sentamos en la potestad de autosuficiencia capitalista y miramos a las personas que hacen lo que nosotros nunca haremos. Para muchos puede parecer una locura quedarse quieto como una estatua, para otros es la única manera en la que pueden ganarse la vida o una forma de arte, siendo la misma calle el único escenario posible. ¿No es más bien una locura que el arte informal tenga tantos obstáculos para expresarse en Bogotá?


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