Reunión familiar


 

I.

Usted ha estado caminando durante toda la noche. A su lado camina una mujer. Se detiene, la mira y no la reconoce. Ella lo toma de la mano y usted intenta zafarse. No puede: su piel se ha fundido con la de aquella desconocida.

Ella reinicia la marcha. Ya hacia el amanecer usted siente que le duelen los pies y quiere detenerse, pero la mujer se lo impide. Ahora la sigue a rastras, agotado, sin entender qué está pasando. Piensa: quizá es un sueño, y se pellizca, se frota los ojos e intenta despertar. Ella disminuye el paso y sonríe. Intempestivamente, en un cruce de calles, surge un hombre que la toma de la otra mano, la jala, y se la lleva con él. Al soltarla usted siente que su piel se desgarra, le duele. Se queda mirándolos hasta que desaparecen por un callejón; un segundo antes ella grita:

—Ángel, ¡ayúdame!

Al escuchar ese clamor la reconoce: es ella, su esposa, y está a punto de perderla para siempre.

—¡Alejandra! —, grita a su vez, pero su llamado se pierde en el crepúsculo.

En ese momento, usted despierta. Está en su cama, solo, sintiendo el pellizco que se dio en el sueño. Su lecho vacío, el deseo bajo la piel, y su tristeza, le pesan. En la mesa de noche hay una pistola. Piensa en la mujer. No en la soñada, sino en la que ama, en la madre de sus hijos. En su esposa muerta.

Usted llora. Ajena, la ciudad inicia un nuevo día. Se levanta, entra al baño y toma una ducha caliente. El agua cae sobre su cuerpo y mientras disfruta de esa sensación repasa lo sucedido en el sueño. Ve las imágenes en cámara lenta, las examina una y otra vez hasta que lo reconoce. ¡Sí!, no puede equivocarse: el hombre que se llevó a la mujer es usted mismo. Por momentos queda aturdido. ¿Y quién es el otro?, ¿quién es ella? Repasa otra vez el sueño: se mira errando por la ciudad, solo en la noche; se mira pegado a la mujer, la mira con detenimiento y por más que lo intenta no puede reconocerla. Sin embargo está seguro de que es su esposa. ¡Alejandra!, grita, y su voz se confunde con el sonido del agua cayendo sobre su cuerpo, y con su llanto.

—Dime —contesta una mujer, cariñosa, al otro lado de la puerta—. ¿Necesitas algo? ¿Estás bien? —,pregunta, aguarda un momento, va hacia la cocina, y añade—: Apresura tu ducha, amor, llevas cerca de una hora en el baño, y ya pronto voy a servir el desayuno.

Usted siente que le duele la cabeza. No entiende nada. La confusión es mayor al escuchar la algarabía de los niños que se alistan para ir a la escuela. Lo embarga una irrefrenable desazón, quiere salir del baño para ir a su encuentro. Siente miedo, teme que todavía esté soñando. No le importa. Sólo quiere volver a ver a su esposa y a sus hijos trágicamente muertos. Sin apagar la ducha, se pone una bata y sale.

En ese instante usted despierta. Está en su cama, igual a como estaba cuando despertó en su sueño, excepto por la mujer que ahora está a su lado. La mira y lo recuerda todo: acosado por la soledad, la noche anterior salió en busca de compañía. Vagabundeó por los bares del centro. Intentó comprar los favores de alguna piel efímera, sin éxito, y finalmente se puso a caminar la ciudad. Vagó durante toda la noche y ya cerca del amanecer la vio: bella, radiante, llevando de la mano a un hombre que a duras penas la seguía. Sin que lo notaran los siguió y en un cruce de calles, espoleado por el deseo, les salió al paso, tomó a la mujer de la mano que tenía libre, la jaló, y se la llevó para su casa, aprisa, sin que su acompañante opusiera resistencia. Ella gritó y el otro respondió a su llamado. Sus voces fueron apenas un murmullo fugaz en la maraña de sonidos de la ciudad que despertaba.

Usted mira a la mujer que está a su lado, la besa en los labios y ella, adormilada, responde a su beso. «Te amo, mi Ángel», dice, y abre las piernas. Usted sube y la penetra, sin preguntarse por qué esa extraña conoce su nombre.

II.

Al escuchar el «Ángel, ¡ayúdame!» pronunciado por la mujer con la que ha estado caminando, y que el desconocido ha arrancado de su mano, usted la recuerda, sabe que es su esposa y se le nublan los ojos, le duele la cabeza. Se sienta en un andén y todo el cansancio acumulado en la noche cae sobre su espalda. Quiere dormir. La voz de ella repitiendo su nombre resuena en su cabeza como un lamento. «¡Alejandra!, ¡Alejandra!», le responde, pero ella no lo escucha. Siente rabia. Usted odia al incógnito ladrón y quiere matarlo.

El dolor en la palma de la mano desgarrada le advierte que un hilo de su piel sigue unido a Alejandra. Se levanta y lo sigue; Usted ahora sabe en donde se encuentran. Podría describir la casa de aquel hombre: tres habitaciones, una cocina, un baño… sobre la cama la reciente cicatriz de un amor adverso. Sin prisa, se dirige hacia ellos. Ahora comprende el sentido de la pequeña pistola que ha estado acariciando durante toda la noche.

III.

Cuando usted sale del baño, está solo. No hay mujer. No hay niños por ninguna parte. Intuye que su deseo, los sueños, y la ducha caliente lo han perturbado. Sin notarlo, ha seguido llorando; en realidad, no ha parado de llorar desde que despertó.

Usted recuerda a su esposa, la ve sentada a su lado, sonriente; recuerda a sus hijos, los escucha cantar en la parte trasera del automóvil; se ve, feliz, hasta la curva fatal de su destino. Su corazón se rompe. Piensa en lo que ha estado pensando durante las últimas semanas: en dar por terminada esta condena y reunirse con ellos. La pequeña pistola sobre la mesa de noche aguarda, sin prisa. Usted la mira, la toma entre sus manos, la acaricia, y piensa que todo lo ha conducido hasta allí, que no es su culpa. Se recuesta con el arma entre sus manos, se duerme, y otra vez sueña.

En el sueño usted atraviesa la noche, agitado, buscando a una mujer que hace unos instantes alguien le arrebató. No la conoce pero sabe que es su mujer. Avanza con los ojos cerrados, arrastra los pies, sigue un hilo de araña en la sombra, con una pequeña pistola en su mano. Camina sin prisa hasta llegar a una casa. Usted conoce esa casa. Conoce la entrada y el jardín enmarañado en donde algunos cepos de rosa recuerdan tiempos mejores. Sin dificultad encuentra la llave en una hendidura de la pared, y entra. En el baño suena la ducha y usted conjetura que allí está el otro, el que le ha escamoteado a su mujer. Se acerca, despacio, empuñando el arma. Lo escucha llorar, llora igual a usted; por momentos le causa pena, duda, quiere huir pero en ese instante él sale del baño. Usted alza el brazo, le apunta en mitad de los ojos, y dispara.

IV.

Un sol nuevo ilumina el jardín. Usted escucha el agua caer y se da cuenta de que ha dejado abierta la llave de la ducha; si ella estuviera viva lo regañaría por distraído. El reptil inquieto de la sangre brota y se desliza por entre las cobijas. Se toca la frente y verifica que por fin ha tenido el valor para hacerlo. Sonríe, la pistola aún atrapa su mano. Una calma absoluta, un resplandeciente mar de mercurio, se apodera de usted. Es, entonces, cuando la ve, parada en el umbral, bella —como siempre—, acompañada de los niños. Usted se levanta, los abraza, y entre risas dan inicio a una perdurable reunión familiar.

Nota: Este cuento hace parte de la antología “El corazón habitado: Nuevos cuentos de amor en Colombia”. Editorial Algaida, Cádiz, España, 2010.

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