Empiezo mi reflexión con el texto que desarrollé en conjunto con mi proyecto fotográfico. Aunque consciente de que la fotografía tiene toda la fuerza plástica expresiva para comunicar, estas pocas palabras en yuxtaposición fueron saliendo como raíces de entre mis retratos, razón por la cual quiero compartir mi subtexto con aquellas personas que deseen acercarse más a mi proyecto.
—Dos vidas diferentes. Separadas. Lejanas. El campo y su gemelo antónimo, la ciudad. En un polo rige el color transparente, el aroma verde y los sonidos que se pueden escuchar por separado. En el polo opuesto manda el gris arriba y abajo, el horizonte cercano, la noche sobreexpuesta y los tonos lavados. Ellos dos viven circunstancias similares, viven una edad en que la mayor parte de su tiempo están apartados del mundo físico y recaen en la contemplación.
En el transcurso de 24 horas y un espacio entero para detallar minuciosamente, de todo lo que puede pasar en un día común en la vida de dos viejos, una pequeña fracción de todo ese tiempo y miles de acontecimientos, lo que menos sucede es la palabra.
Cómo describir entonces a dos personas de 90 años, si no es fijándose en cosas tan mínimas que suceden a su alrededor: el polvo, las grietas, las cosas viejas, la luz, la ausencia de los demás, los recuerdos… y de todo esto el dejo. El sabor a nostalgia que persiste una vez ha terminado cualquier proceso.
Y entonces qué pasa por su cabeza cuando transitan los días con una misma expresión, una mínima movilidad y con la aparente sensación de que cada día es y va a ser igual al anterior. Sus espacios no cambian, no se mueven, solo los acompañan y envejecen al mismo tiempo que ellos. La gente no se detiene a hablarles, no los miran, y es absurda la forma en que se configura un rol que todos asumimos sin ningún problema: el rol del viejo.
Cada vez que me transporto a sus dimensiones (los mundos en que viven mi abuelo y mi tío abuelo), el espacio se establece de una manera diferente y deja de importar mi historia. Comienza otro cuento donde todos los sonidos se acallan un poco y el tiempo se dilata para contar con más calma y exactitud qué es la vida, qué es el silencio y qué es el tiempo.
El tiempo muerto que genera el silencio oral, agudiza otros sentidos y permite que los ojos hablen. Ese es el momento en que ellos dos se vuelven a encontrar, el mismo momento en el que los podemos encontrar todos los demás. Tiempo de parar un poco y ver lo que tenemos, lo que somos.
Sé qué es lo que sienten porque soy parte de ellos. Siento que tengo una memoria heredada. Y yo sí sé enumerar cada diferencia entre un lugar y el otro. Es como tener la responsabilidad de contar una historia familiar.
Noventa años después, sobreviven a la vida dos hombres. Son gemelos. Nacen en el campo y crecen juntos, uno de ellos migra a la ciudad, constituye una familia y una vida. Su hermano decide quedarse en el campo, se casa también, tiene familia y un terreno donde sembrar y cosechar. Pero, son iguales.
Esta es mi historia. De mis gemelos de 90 años que son un punto de inflexión en mi vida, y aunque poco o casi nada hablen, tienen el mundo en sus manos.
Estas fotografías son mi autorretrato, un documento familiar y un ojal de puerta a sus propias familias.
Una pared blanca de un museo. Una pared que muestra el resultado de un proceso, historias intimistas que cada fotógrafo decide compartir con el mundo. Realmente no es nada superficial exponer. En esas paredes estamos todos colgados, estamos exhibiendo una parte de nuestras entrañas: fijaciones bizarras, enfermizas, traumas, miedos o alegrías; son nuestros procesos de pensamiento dispuestos en un lugar públicamente visible para que espectadores desconocidos se acerquen y echen un vistazo adentro de nuestra cabeza.
¿Mi reflexión? Tengo una fijación con el espectador; en ese sentido, exponer, representa para mí, la libertad de mis ideas que salen disparadas con un simple detonante: los ojos de alguien. Son como espermatozoides, miles de ellos, que saltan de las fotografías y pueden llegar a generar vida, algunos de ellos, muy pocos; mientras la mayoría van a morir en la misma estructura, en objetos inertes, en ideas confusas. Pero en caso de generar vida, cuando logran entrar en la cabeza o en los sentidos de alguien, el proceso químico es tan asombroso e inquietante, como la luz inicial de un parto. Y es ahí, cuando una chica se para al frente de mis fotos, se queda aislada del mundo por un momento y comienza a llorar; olvida que está en una inauguración, en un museo; y simplemente da rienda suelta a su interpretación, a sus sentidos, borra a la gente y se sumerge.
Esta fue una experiencia increíble. Me afectó porque me hizo dar cuenta de la magnitud de mi trabajo y al mismo tiempo de las posibilidades del instrumento en conjunción con las ideas. En ese momento mis fotos brillaron, se completaron y borraron la tristeza por la imposibilidad de tener en el museo a los protagonistas de mi historia frente a frente, con lo que su nieto hizo.
El proceso ha concluido.
Junio de 2010