Cuando el amor no es tan simple como quedarse al lado de tu hombre


cuando el amor esta triste

Mónica miró hacia afuera. Las palabras debieron disolverse en su boca mucho antes que el cerebro supiera que, en realidad, estaba hablando. ¿Por cuánto tiempo tuvo que pensarlas?, ¿cuándo empezó a ponerlas juntas en su cabeza?, ¿hacía semanas, tal vez meses?, ¿cómo podía mirar hacia la ventana y no clavar sus ojos en mí?

Luego posó su vista sobre todas las píldoras que estaban en la mesa de noche. Un festival de colores y formas que me mantenían vivo, más allá de alegrarme. Un compendio que me permitía abrir los ojos y articular con pobreza un par de líneas al día era, de hecho, el desfile colorido más triste de la historia. Y entonces Mónica, mirando hacia los autos que atravesaban la avenida, arrojó lluvia sobre él, haciéndolo, si acaso era posible, uno más miserable.

—No puedo seguir con esto.

El tiempo se adhirió a los sonidos y a los movimientos de ella como si mis oídos y mis ojos fueran un cronometro preciso e implacable. Ni siquiera cuando los médicos dijeron que mis pulmones eran el equivalente a dos bolsas de cartón infladas y vacías, o cuando reiteraban que podía morir en cualquier momento, sentí que los segundos se arrastraban entre ellos. Una sensación inmunda, cercana al asco.

Se puso de píe, caminó hacia la ventana y regresó para sentarse, de nuevo, a mi lado. Sostenía un vaso lleno de un complemento multivitamínico, cena para el despojo humano de su esposo. Aún no conseguía verme a los ojos. Todo fue demasiado incómodo, tanto, que creo ella también sentía el tiempo subiéndole por los dedos. Puso el complemento del vaso en una jeringa y empezó a dármelo, poco a poco, mientras yo lo tragaba como una renuncia a mí mismo, resultado de la debilidad extrema y el estado semiinconsciente que me producía alguna de las píldoras arcoíris que tomaba a diario. Yo no era yo desde hacía siete u ocho meses, yo era eso que estaba siendo alimentado con papilla de las manos de una mujer que me abandonaba y ni siquiera podía verme a la cara.

El teléfono sonó. Caminó los tres pasos que requería para llegar hasta él, los mismos que le tomaron cuando se dirigió a la ventana: vivíamos en un cuadrado, a pocos kilómetros del hospital, un intento de apartamento que Mónica logró conseguir en menos de dos semanas justo después de la noticia de un posible donante. Dejamos todo ante la probabilidad de encontrar un par de pulmones compatibles, así que responder el teléfono, a pesar de las escenas patéticas del momento, era inevitable. De repente me miró:

—Me han llamado de la inmobiliaria. Regreso a casa.

Un segmento de palabras que tardaron décadas en llegar a mis oídos. O tal vez fue Mónica quien las pronunció con un declive gigante, o tal vez yo para esa hora de la tarde estaba demasiado drogado. ¿De qué estaba hablando?, ¿qué clase de renuncia era aquella? Pude escuchar como si cada cosa dentro de la habitación tuviera respiración propia y era interrumpida por el ruido que provenía de la ventana, el ruido de la vida, de la gente que podía respirar sin un tanque, de las esposas que, en lugar de darle un licuado a su marido, a esa hora estaban viendo la televisión a su lado sin sentir que el tiempo era un gran manto pegajoso que los envolvía acaso restándoles más aire. Tuve rabia. Suspiré hondo y el tanque se resintió un poco. Mónica regresó a mi lado.

—En verdad, no puedo hacerlo más. Perdóname.

La miré y apreté mi mandíbula, quise decirle algo pero solo atiné a mover la mano para alcanzar un vaso de agua que por torpeza derrumbé sobre sus rodillas. Dije, como un reflejo:

—Lo siento.

Ella, de inmediato, limpió el pequeño y transparente desastre al igual que si estuviéramos en el patio de nuestra casa y alguno demarrase un vaso de jugo. Lloró mientras se limpiaba las rodillas, pasando con fuerza y desespero un pañuelo sobre sí misma y respirando con tanta violencia que sus pulmones parecían los defectuosos. Era la primera vez que me permitía verla llorar; no era, seguro, la primera vez que lo hacía. Quise repetirle que lo sentía, pero todavía estaba demasiado débil para frases largas. Pero también quise decirle más cosas, entre ellas, que merecía la sensación húmeda que le corría pierna abajo. “Te lo mereces”, pensé, “te mereces esta pequeña desgracia, mujer”.

Unos columpios se movieron en el parque al frente. Un camión pesado cruzó la calle. El viento sacudió las cortinas de la única ventana en nuestro cuadrado y, de paso, puso sobre el suelo un par de prescripciones médicas. Mónica con el rostro húmedo todavía, se llevó el vaso consigo hacia la cocina. Movió un par de platos y cubiertos, y volvió a llorar. Mi respiración incrementó considerablemente pero logré ponerme en pie y caminar justo hasta el marco de la ventana, desde donde comprobé que de no sentir el movimiento de la brisa sería imposible saber que aún existía aire en la tierra. Giré sobre mi eje y fui hasta la cocina. Me quité la máscara de oxígeno y le pregunté con dificultad:

—¿Y el amor?

Pude ver que ella, desde ese preciso momento, comenzó a escuchar y a sentir cada cosa que sucedía alrededor. La calle, el viento, el agua chocando contra los platos, mi difícil respiración, mis palabras a cinco kilómetros por hora, mis pulmones marchitos, sus lágrimas secándose sobre un rostro cada vez más cadavérico; en sí, el asco, el hastío de nuestra vida.

Atinó a decir:

—El amor no es tan simple como quedarse al lado de tu hombre.

 

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Cuando el amor no es tan simple como quedarse al lado de tu hombre
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