Sincelejo por estos días luce triste, las corralejas han sido suspendidas por decreto
Todavía es de mañanita y al pasar el camión con los toros, el poeta de Callejas, Pedro Nel Rodríguez, murmura:
Acuden los perdularios
Rateros y arbitrarios
A faltarle a las señoras
Las niñas encantadoras
Se tapan hasta los poros
Las calles cual inodoros
Apestan esto es lo cierto
Los pobres cargan su muerto
Y el rico carga sus toros.
El sol en los primeros meses del año es tan ardiente que cala hasta los huesos; es más, hasta el diablo que lleva a cada uno de los habitantes metido en su ser, lo piensa para ir, pero sabe que una fiesta sin anfitrión no es fiesta; el invierno quedó atrás y las pocas escaramuzas de lluvias, son brindadas por tenues cabañuelas o uno que otro “veranillo” que más bien sirven para refrescar el paisaje sofocante de los departamentos de Sucre y Córdoba, donde sus pobladores acuden con fervor a una de las manifestaciones culturales de mayor arraigo. Nadie quiere ni desea recordar la última corraleja de Montería en 1971 cuando la gente sin control descuartizó un animal indefenso. Mucho menos pretenden evocar el trágico 20 de enero de 1980 en Sincelejo donde perecieron más de 500 personas. Tres minutos antes de aquel fatídico evento, una nube negra se estacionó arriba del redondel de madera recién cortada. Todos estaban tan concentrados en la faena que ni siquiera percibieron a la muerte rondándolos, conquistándolos, llevándoselos.
Por eso el poeta Rodríguez al cantar lo hace con dolor. Recostado a uno de los pilares de una corraleja que cruje cada vez que entra un espectador, entona en voz baja:
Que no duela ni se llora
Se aplaude a última hora
A todo un pueblo divierte
Ocurre por causa fuerte
Considerada suicidio
El público siente alivio
Al contemplar la tragedia
La más absurda comedia
Con que se mata el fastidio.
La anonimia y la sordidez se tragan la respuesta; así como enero es tan importante para Ciénaga de Oro y Sincelejo (donde la tristeza colectiva apremia por la no aprobación de las corralejas por el saliente alcalde), febrero lo es para Cereté y ni qué decir del municipio de Cotorra donde sus delirantes fanáticos en plena Semana Santa se enorgullecen de tener “la mamá de las corralejas”. Más que mamá, es una viuda llena de fatalidades.
Mientras la fiesta va tomando forma, cual ritual, en las casas de familia a esa hora meridiana se atiende a una expedición de invitados, bien sea con un sancocho de gallina, un mote de queso, un arroz apastelado, una chicharronada y el infaltable suero “atolla buey”; entre esa procesión de comensales se puede distinguir al médico, el político y el abogado que en esta parte del país son simplificados por un cariñoso “docto” sinónimo de “blanco”. Luego de una cortísima siesta en hamaca, recreada por el bostezo de los perros y el aleteo lúdico de los animales de corral, todos preparan su mejor pinta o disfraz como apuntaría con sarcasmo “el compae Goyo”, que en su mayoría opta por un pantalón vaquero o Jean, sombrero vueltiao, poncho antioqueño y botas texanas.
Ya instalados en los palcos, donde una que otra puntilla también se suma a la tramoya, se puede observar por una parte, desde el personaje locuaz como sacado de “las mil y una noche”, pasando por el don Juan que corteja a cuanta mujer se le cruza por “su camino”, hasta el gamonal que tira billetes a diestra y siniestra. Tampoco puede faltar el político que en esos momentos adopta poses de artista, el borrachito que grita lo que sus auspiciadores le ordenan, ¡ah! Y el vendedor ambulante que con el pobre argumento “de no tengo sencillo”, siempre se queda con el billete completo. No se pueden descartar, la reina popular a la que todo el mundo manosea, y el líder, que le habla al oído a su jefe de los miles de votos que tiene distribuidos en su vasto territorio. Sin duda alguna, el personaje central lo constituye la centena de improvisados toreros que encuentran en aquella diversión un sustento de vida.
La primera ofrenda de la tarde va por cuenta de los caballos, en donde el más novato, además de prender la fiesta, lleva la peor parte con los órganos a flor de piel tras la embestida trapera de un toro asesino. El trovador, angustiado, que sabe que es mejor verse los toros desde la barrera, interpreta:
Yo qué mérito le hallo
La muerte de un caballo
Duele más que la del hombre
Porque este no responde
Por culpa de su jinete
Es este quien lo somete
De manera irresponsable
A una muerte inevitable
A fuerza de espuela y fuete.
De pronto, un grupo de jóvenes defensores de los animales saca sus pancartas y alza su voz; ya no solo es Pedro Nel, sino muchos en la distancia que ven aquella fiesta como una tragedia; pero a los supuestos ofendidos no les importa que los ofendan o que les saquen decretos de prohibición. La corraleja ha tenido históricamente detractores y hasta tiene un veto en el caribe colombiano por parte del congregador Antonio De La Torre y Miranda; también tiene sus defensores naturales encabezados por ganaderos como Sebastián Romero Acosta, Arturo Cumplido Sierra, Salim Guerra Tulena, Lauandios Barguil, Adolfo Támara y Luis Arturo García, quienes bajo los preceptos de la iglesia católica “mataron dos pájaros de un tiro” al auspiciar ese sincretismo que nos permite ver lo pagano y lo religioso en un mismo contexto. Los herederos de esa fiesta se extienden a familias como los Preciado Lorduy, Anichiárico, De la Espriella, Anaya, Martínez, Cura, Besaile, Garrido, Sierra y González. Por eso, al perder las elecciones el candidato a la alcaldía de Cereté, auspiciado por el “Negro” Padilla, evangélico para más señas, quien había prohibido las corralejas, el grito de júbilo de los ganaderos retumbó en el Sinú.
Los tutores de esta expresión tienen dos caras: la cómica, cuando se encuentran en los bajos de la corraleja departiendo con aquellos a los que verán en la noche velando en un barrio pobre, y la otra, la del deber cumplido con un diablo familiar que los manipula y que le encanta que hagan inventarios anecdóticos de sus fechorías. Pero para sentir el fervor taurino hay que esperar el plato fuerte y no conformarse con un alazán con las tripas por fuera; y de verdad que en los rostros de quienes asisten se puede palpar la ansiedad al igual que en los manteros, garrocheros y banderilleros que esperan junto a los toros “el momento final”. En ese ambiente menos hostil donde parecen escudriñarse mutuamente, el juglar lanza otra décima en un tono más audible:
Que no se le guarda luto
Ni se le rinde tributo
Ni honor en ningún concierto
El hombre creído experto
Tan ágil y dominante
Pasando de ignorante
A ser un loco suicida
Lo he visto perder la vida
Por nada en un solo instante.
“Los sordos siempre dicen la verdad”, susurra el romancero ante la afonía absoluta.
Detrás de aquella lucha hombre-animal se esconde un fervor religioso que como todo acto de superstición depende de la fe; así como en la plaza española una montera boca arriba es contrarrestada rezándole a la imagen de La Verónica que se encuentra inscrita en los paños de los capotes, en la corraleja americana, las camándulas, las aseguranzas amarradas en la cintura, “el niño en cruz”, los pañuelos con “ánimes en la nuca”, las evocaciones a seres del más allá y las encomendaciones especiales al patrono local, cumplen la sagrada misión de luchar contra una adversidad latente.
El poeta de Callejas, les recuerda a todos:
En ese brutal encuentro
Si no sale roto por dentro
Sale descosido por fuera
El público se aglomera
Cual enorme hormiguero
Al ver al toro cartero
Hacer juego con su cacho
En el cuerpo de un borracho
Que un día se creyó torero.
En medio de la amnesia colectiva, ven a Rodríguez, como el “aguafiestas” al que el respetable mira con cara de pocos amigos por recordar con un ¡Ave María Purísima! las tardes escarlatas del melcocha, el carapelá, el tapa e’ tusa, el barraquete, el balay, o el murciélago. ¿Quién podría olvidar las inolvidables tardes de un “chivo mono”, el célebre toro que una tarde asesinó a siete inocentes en el marco de una fiesta pagana?
Como si el color rojo estimulara el morbo, hasta los vendedores de algodón de azúcar, de “raspao” de cola y las ventas de comida conservan como el año anterior ese carmesí heterogéneo que cual invitación taurina invita a propios y extraños al consumo. En la misma tónica a unos pasos de la corraleja, arrullado por una frondosa ceiba, un altivo señor vestido con una camisa roja con su respectivo logo satánico y pinta de tahúr, espera sentado al lado de una destartalada ruleta. A cuatro pasos, emperifolladas, un séquito de meretrices medio furtivas, aguardan a que el sol se vaya para hacer su agosto. Ya no son los tiempos aquellos en los que debajo de los palcos se construían “oficinitas pecaminosas”, ni es la época del famoso “alhucema” de Cereté, el millonario que jugaba ruleta a pleno medio día a la intemperie, pero como en las vueltas de aquel juego, siempre hay alguien que espera otro giro de la suerte, porque de ella y la muerte nadie se escapa.
Todo parece calcado, hasta la eterna discusión entre el presidente de la junta y el director de la banda musical que a última hora en un tira y afloje tratan de llegar a un acuerdo. Como diría el maestro Miguel Emiro Naranjo, “por algo la banda es la prostituta de la corraleja”.
Pedro Nel que los ve sustraídos en aquella barbarie llama su atención alzando su voz:
Del orgullo se hace larde
La sangre de aquella tarde
La van pisando en la noche
En medio de aquel derroche
De esperma, trago y dinero
Si hay un grito lastimero
Es ahogado entre parrandas
Pues un repicar de bandas
Hace olvidar al torero.
Y es que, al decir verdad, la corraleja como símbolo del feudalismo que según los detractores favorece solamente a los ganaderos, palqueros, licoreras y políticos, además de enseñarnos hasta donde pueden armonizarse las aberraciones del ser humano, también nos muestra después de varios siglos la condición circense de los romanos. Tienen de todo un poco, desde lo caballeresco árabe hasta lo quijotesco andaluz, y desde lo católico hasta la nigromancia raizal. La realeza y los bárbaros encuentran en estas tierras una forma de perpetuarse en el tiempo a través del blanco y el negro, visto “el blanco” como el acaudalado y “el negro” como todo el que carece de recursos económicos.
Si bien es cierto que la fiesta taurina es legitimada históricamente por artistas como Goya, Mariano Benlliure, José Ortega y Gasset, Pablo Picasso, Ernest Hemingway, Orson Welles y Vicente Blasco Ibáñez, con lo que supuestamente podría ser rotulada dentro del concepto de “hacer arte”, en la corraleja la estética es lo que menos cuenta. A simple vista se puede notar la improvisada parafernalia “de combate” en las que las chicuelinas y las verónicas lucen como desquites fortuitos con sombrillas y mantas que en vez de arrancar los aplausos generan una mueca colectiva que suelen disfrazar con un guapirreo y un porro interpretado por una banda que toca de memoria bajo los efectos del ron.
Salpicado de sangre y sufrimiento, el rapsoda que con sus decimas trató de sembrar una reflexión, sale antes del último muerto, perdón, el último toro, gritando:
He oído del sabio quejas
Las fiestas en corralejas
Son desorden colectivo
El muerto divierte al vivo
El vivo sueña despierto
El polvo de aquel desierto
Empaña todo decoro
En una tarde de toro
Lo bueno lo pone el muerto.
La gran faena a la que asisten con fervor los fanáticos, conjuga al final el dolor de familiares que ven regresar a los suyos en un féretro, vitoreado por una muchedumbre delirante que encuentra en la muerte una forma festiva y morbosa de vivir la vida.
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