El status animarum post mortem


Partes de mí. 2014. Carlos Felipe Díaz Sterling.
Partes de mí. 2014. Carlos Felipe Díaz Sterling.

«El don mayor que Dios en su largueza
Hizo al crearnos, y el que más conforme
Está con su bondad, y él más lo estima,
Tal fue la libertad del albedrío;
Del cual, a los que dio la inteligencia,
Fueron y son dotados solamente».
Dante Alighieri. La Divina Comedia.

Las preocupaciones de los muertos

Al referirse a la Divina Comedia, Erich Auerbach presenta el estado anímico en el que se encuentran los personajes que Dante va encontrando en los tres reinos «espirituales»: Infierno, Purgatorio y Paraíso. La singularidad de los personajes, Farinata y Cavalcante, que Auerbach trata en Mímesis, demuestra la presencia de una personalidad, preocupaciones e intereses iguales a aquellos que tuvieron en vida (Auerbach, 1996, p. 68).

Según el autor, esa obstinación de los condenados por prevalecer en su estado anímico y espiritual anterior a la muerte responde a la concepción figural de la historia que permea la obra como tal. Es decir: sus vidas han finalizado, así que Dante les atribuye una proyección anímica que espera a la actualización última del espíritu en el orden de Dios; situación que solo se resolverá hasta el día del «juicio final»:

La vida terrena de Farinata y Cavalcante ha terminado; los avatares de su fortuna han cesado; encuéntranse en un estado definitivo e inalterable, en el cual tan sólo habrá de tener lugar una modificación: la recuperación de sus cuerpos por la resurrección en el Juicio final. Tal como nos los encontramos, son almas separadas de sus cuerpos, a quienes Dante otorga, no obstante, una especie de sombra corporal, de manera que sean recognoscibles y puedan expresarse y sufrir (Purgatorio, 3, 31 ss). No les ata a la vida terrena más vínculo que el recuerdo […] Así, pues, conservan totalmente su vida terrena en la memoria, aunque ya haya cesado, y por más que se encuentren en un estado que, ya no sólo prácticamente (reposan en ataúdes ardientes), sino también fundamentalmente, difiere de todo posible estado terreno a causa de su inalterabilidad temporal y espacial, no producen el efecto de muertos, como son en realidad, sino de vivos (Auerbach, 1996, p. 181).

Esto da a entender, dice Auerbach, que la esencia espiritual de los personajes (entiéndase su condición de humanos) se encuentra aún en la dimensión de lo mutable, al ámbito de la vida. En resumen: de lo histórico. Aunque son sin duda inmutables y eternos por encontrarse en el reino de los muertos, su actitud da a entender preocupaciones, aspiraciones y anhelos arraigados en su antigua existencia terrenal: Farinata preocupado por la suerte de sus partidarios y Cavalcante por su hijo.

Más aún, las particularidades de los personajes son tales que sus propias actitudes con respecto a su situación inmediata no son más que el reflejo de su forma peculiar de comportarse en vida. Ni el destino común que comparten en los distintos niveles de los reinos les arrebata su ser-ahí «característicamente individual, a veces horrible, feo, grotesco y trivial dentro del juicio divino, cuya majestad sobrepasa toda dignidad mundana» (Auerbach, 1996, p. 184).

¿Por qué es tan interesante que los muertos tengan intereses de vivos? Por dos razones. La primera se refiere a cómo se entiende la historia en el medioevo. La segunda es obvia (así que la trato después): están muertos, de modo que ¿por qué les importan los sucesos del mundo terrenal? En principio parece un ardid literario que se concede Dante para rellenar su obra, pero Auerbach ve algo más.

La concepción medieval de la historia

La historia en la Divina Comedia no funciona dentro de los parámetros de la Modernidad en la cual existe un constante y progresivo avance de hechos que la conforman dentro de una estructura líneal horizontal. La visión moderna de la causalidad no significa otra cosa que: un evento A es causa de un efecto B, necesario y consecuente. Por supuesto, es importante aclarar que la obra trabaja sobre la concepción histórica medieval en la cual existe un preordenamiento divino que atribuye un lugar específico a todos los elementos del universo desde el momento de la creación hasta su fin último. Dios crea el mundo con una idea clara sobre cómo va a terminar (el juicio final), todo evento intermedio entre estos dos actos es manifestación parcial de su necesario desenvolvimiento. Esta disposición vertical (pues viene y depende de Dios), no explica muchas conexiones entre los eventos, como sí pretende hacerlo la Modernidad [1]. En cambio sostiene que diversos sucesos se conectan por ser actualizaciones de una misma figura prevista por Dios. Además, la relación que puede establecerse entre eventos disímiles se encuentra en que son manifestaciones cada vez más perfectas y actualizadas de dicha figura aunque, sin embargo, la idea que las origina es eterna y permanente en el plan divino (Paraíso, 13, 52 ss). Esa idea clara en Dios, que se ha manifestado desde siempre en la historia de manera cada vez más perfecta, se manifiesta en el mismo centro de la cristiandad: Jesucristo. El propósito de los medievales, en últimas, era encontrar la anunciación de Jesús en todos los eventos de la historia.

Así puede verse, por ejemplo, que Josué (el hijo de Nun bautizado por Moisés. Nm 13, 16) es una prefiguración del estado que más tarde desemboca perfectamente en Jesús. Es decir, Josué, que fue elegido por Moisés para dirigir al pueblo de Israel a la tierra prometida, acaudilla a su pueblo bajo las órdenes de Dios, conquista Canaán y retoma la práctica de la circuncisión que cayó en desuso durante los cuarenta años en el desierto. Por su parte, Jesús, que promete una nueva tierra de «leche y miel» (el más allá), guía al pueblo que se haya en un desierto terrenal [2], sigue los preceptos de un Dios que ya no ordena por medio de las leyes de Moisés sino a través de la gracia de Jesús y sacramenta por medio de la «circuncisión» del alma por medio del bautismo:

Así como Josué, y no Moisés, condujo al pueblo de Israel a Palestina, la tierra prometida, así también conduce la gracia de Jesús, y no la ley judía, al «segundo pueblo» a la tierra prometida de la eterna beatitud. El hombre que descubrió este misterio aún oculto como preanuncio profético, qui in huius sacramenti imagines parabatur, fue introducido bajo la figura del nombre divino. La denominación de Josué/Jesús es, en consecuencia, una profecía real o representación anticipadora de algo futuro; la figura es ese algo verdadero e histórico que representa y anuncia otro algo igualmente verdadero e histórico. (Auerbach, 1998, p. 68).

Y al mismo tiempo, podemos deducir, gracias a las palabras de Cristo, cómo será la actualización última de la figura, cosa que no se sabía en Adán u Abraham. Esto es así porque en Jesús la figura ha alcanzado el nivel de perfección atemporalmente ordenado por Dios y ya asegura, en términos humanos, el conocimiento del fin último del mundo (el día del juicio). La historia sagrada deja de ser, como en el antiguo testamento, una serie de acontecimientos separados que narran la intervención de Dios sobre su pueblo, para convertirse en una serie constante y progresiva que tenía, por fuerza, que desembocar en Jesús (Lc 17, 20-37): «El juicio divino consiste, precisamente, en la perfecta actualización del carácter terreno en el lugar que definitivamente le corresponde» (Auerbach, 1996, p. 184).

Esta interpretación vertical supone, entonces, que la comprensión de los sucesos históricos sobrepasa a la razón. Al no poseer una mentalidad tan avanzada como para comprender los oscuros planes de la providencia, es solo por medio de la «iluminación» y la «fe» (Lc 10, 21) que los destellos del plan divino pueden ser comprendidos.

Los muertos vivos

Así pues, en la Divina Comedia la distribución en los reinos, refleja la cercanía que, en vida, se tuvo con relación a Dios. La organización no es otra cosa que la consumación particular de las almas que en vida actuaron libremente y sellaron su destino en el más allá. «La naturaleza misma está ordenada moralmente conforme a su participación en el ser divino, y en cuanto lugar de residencia de los seres racionales se corresponde con su rango moral» (Auerbach, 2008, p. 158).

Esto, además, sugiere que cuanto más interesados estaban los seres en nutrir sus vidas mundanas, más se constituían a sí mismos con estos afanes y deseos. Por el contrario, quienes se preocupaban más por su salvación, son más propensos a dejar atrás el mundo de los vivos. Esto quiere decir que, por ejemplo, Francesca y Paolo, una pareja de adúlteros que son condenados, mueren con ese sentimiento mutuo tan arraigado en ellos que aún en el infierno conservan la pasión que los perdió. «Amor, que a todo amado a amar le obliga, / prendió por éste en mí pasión tan fuerte / que, como ves, aún no me abandona» (Infierno, 5, 103 ss).

Por esto, las almas en el infierno aún conservan una clara presencia de sus intereses mundanos, mientras que, en el Purgatorio y el Paraíso, la vista ya se distancia hacia adelante y hacia arriba:

Vemos pues, que Dante ha llevado al más allá la historicidad terrenal; sus muertos están, sin duda, desprendidos de la actualidad terrena y de sus vicisitudes, pero el recuerdo y el interés más profundo por ella los conmueven de tal suerte, que impregna esta todo el ambiente del más allá. En el monte de la purificación y en el Paraíso esta impresión no es tan fuerte, porque ya la mirada no está únicamente vuelta hacia atrás, hacia la vida mundana, como en el Infierno (Auerbach, 1996. pp. 184).

Esta distribución, que obedece a la unión del destino particular con el plan divino, encuentra su mayor exponente en el guardián del Purgatorio: Catón de Útica. Este personaje, que en vida fue enemigo declarado de Julio César, quién al ser acorralado por este último en Útica se suicida y que, además, era pagano, sorprende por su papel de guardián en el monte de la purificación [3] (Purgatorio, 1, 31 ss).
Auerbach sugiere que la presencia de Catón responde, igualmente, a la configuración figural de los reinos. Esto es así pues Catón, que muere antes de ser apresado por Julio César, prefiere la libertad a la vida. Su vida mundana es separada entonces de su relación con un concepto que corresponde a una idea más acorde con la figura. Por tanto:

[…] el Catón que comparece en el Purgatorio es la figura desvelada y consumada de aquel acontecimiento figural, puesto que la libertad política y terrenal, por la que murió, no era más que una umbra futurorum: una prefiguración de aquella libertad cristiana cuya custodia le ha sido encomendada (Auerbach, 1998, p. 117).

Así, las almas que se encuentran en el más allá son un reflejo de la propia «construcción» terrenal que los acerca o los aleja de la idea de Dios por su libre voluntad. El ejemplo de Catón demuestra que hay más variables en juego que las aceptadas por los sacramentos y los dictámenes de la iglesia. La figura, entonces, no determina al ser humano a un comportamiento fijo en vida. La figura conlleva en sí misma una libertad que le es otorgada al hombre y que decide los actos buenos y malos que estos realizan. Por tanto, el lugar del más allá corresponde a un ideal figural dispuesto por Dios y que en cada caso, los humanos, con sus actos, se ganan un lugar en los tres reinos (Paraíso, 5, 19 ss).

Libertad: la gran tragedia del hombre

Pero si hasta ahora se ha dicho que, por un lado, los seres humanos no conocen ni pueden conocer los planes de la providencia y, por otro lado, que de la libertad y los actos depende la sentencia en el más allá, llegamos a una discordancia. Pues los hombres, cuya salvación depende de su libre albedrío, no pueden pasar por alto que parte de su naturaleza los impulsa al mal:

[a las esferas celestes] está sujeta toda la Creación terrenal, con la única excepción del ser humano; pues aunque también el ser humano, en cuanto cuerpo, y por consiguiente también las fuerzas sensitivas del alma, estén sujetas a la inclinación a través del influjo de los astros, el ser humano posee en su parte racional la fuerza para dirigir y limitar aquel influjo; esta fuerza es su voluntad libre […] La parte intelectiva del alma es lo que hace humano al ser humano, su vis ultima, que debe aplicar necesariamente para el bien o para el mal; si no la poseyera, no podría hacer el mal como tampoco lo hacen las plantas o los animales (Auerbach, 2008. pp. 173).

Lo sorprendente es que esta antinomia no pretende solucionarse. Auerbach menciona en varias ocasiones cómo la grandeza de la Divina Comedia radica en el sentido trágico de sus personajes. Los humanos que fueron dotados de libertad, primero, no tienen la capacidad de vislumbrar el plan divino que los envuelve por ser manifestaciones figurales imperfectas. Segundo, pertenecen a una creación sensitiva que los impulsa necesariamente a satisfacer los impulsos naturales que Dios ha dispuesto en sus almas sensitivas y, al mismo tiempo; tercero, la necesidad de hacer uso de la libertad para sobrellevar tales inclinaciones:

Así pues, Dante, invirtiendo el orden de la Summa, muestra la verdad divina como destino humano, lo existente en la conciencia del ser humano que yerra, que sólo participa deficientemente del ser divino, que necesita complementación y consumación; en esta conciencia, lo existente adquiere una carga de tensión como si él mismo fuera un devenir […] Esta consideración tan general no tiene otro objetivo que determinar y limitar el elemento dinámico del poema; recordar que Dios es estático y que su Creación está en movimiento de una manera eternamente determinada e inalterable mientras el ser humano debe buscar a solas su determinación en la incertidumbre […] Sólo el ser humano, en todos los casos, cualquiera que sea su situación terrenal, es un héroe dramático y debe serlo necesariamente (Auerbach, 2008. pp. 157).

La tragedia humana de la salvación y el destino se manifiesta en la Divina Comedia, entonces, como una dinámica de diversas fuerzas racionales en constante lucha entre sí. Todas las disposiciones del plan divino empujan a los seres humanos a enfrentarse entre sus características naturales y aquellas que le son propiamente humanas. Entre la certidumbre de una eternidad y simpleza divina contra la compleja e histórica vida mundana. Los seres ya consumados del más allá expresan esta doble naturaleza al conocer, por un lado, las circunstancias históricas venideras y, por el otro, a expresarse con una intensidad potenciada de su ser-ahí que fueron en vida. Son al mismo tiempo figura y consumación, vivos y muertos:

Han cesado la tensión y el desarrollo, signos característicos del acaecer terrenal, a pesar de lo cual las olas de la historia penetran en el más allá, en parte como recuerdo del pasado terrenal, en parte como interés en el presente del mundo, y también como preocupación por el futuro sobre la tierra; y siempre como temporalidad figural conservada en lo eterno y atemporal. Cada muerto experimenta su estado en el más allá como el último acto perenne de su drama terreno (Auerbach, 1996. pp. 188).

Por tanto, la destreza de Dante radica en que las almas humanas no se funden en el plan divino luego de su muerte. Se mantienen como humanos y así se les otorga un protagonismo sobre la divinidad, se oponen a ella. Conservan sus apariencias humanas en aras de conservar su singularidad vital en el orden divino y, con esto, su esencia sobre las disposiciones universales que los rigen. La representación de la Comedia es entonces una acumulación de lo que es lo propiamente humano: lo sensible, concreto, nefasto y peculiar de su ser. Una sumatoria de características que rescatan las variables que componen la historia como un ámbito que no corresponde a Dios sino a los humanos (Auerbach, 1996. pp. 192), pues al primero se le atribuye el ordenamiento del universo (estático y eterno), mientras que a los segundos su desenvolvimiento contingente (dinámico e histórico) (Cf. Auerbach, 1996. pp. 191).

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[1] ^ Vale aclarar que la ausencia de explicaciones en ciertos eventos históricos está sobre la mente humana y no sobre el orden establecido por Dios. Todo evento debe formar parte del plan divino mas no todo evento debe ser explicado a la mente humana: limitada e ignorante. «Loco es quien piense que nuestra razón /pueda seguir por la infinita senda /que sigue una sustancia en tres personas. /Os baste con el quía, humana prole; /pues, si hubierais podido verlo todo, /ocioso fuese el parto de María» (Purgatorio 3, 34 ss).

[2] ^ Auerbach desarrolla una exposición sobre por qué la dicotomía entre el mundo terrenal y el mundo espiritual cobra tanta fuerza tras la muerte de Cristo. De modo que, ante la desgracia de su muerte y la victoria de sus enemigos, la única victoria radica en la promesa de un mundo espiritual donde justos y pecadores reciban su merecido. Los judíos sufrieron 40 años en el desierto, y ahora los cristianos sufren en un mundo desolado y sin esperanza. La promesa de Jesús es efectiva en tanto que su muerte no trajo una victoria en el mundo terrenal, sino una promesa en el más allá. «De ahí resultan una intensidad y una objetividad hasta entonces no vistas en las representaciones escatológicas; sólo en relación con el más allá tiene sentido el mundo de acá, [que] por sí mismo sigue siendo un sinsentido y una tortura» (Auerbach, 2008, p. 28).

[3] ^ Me refiero a que Catón representa tres pecados que, en principio, le impedirían abandonar el infierno. El ser suicida y pagano, por un lado, y debido a la admiración que demuestra Dante por Julio Cesar (como lo demuestra que sus asesinos compartan el castigo eterno junto a Judas Iscariote), por el otro.

Bibliografía

Auerbach, E. (1996). Mímesis. La representación de la realidad en la literatura occidental. (E. Ímaz, & I. Villanueva, Trads.) México D.F., México: Fondo de cultura económica.
Auerbach, E. (1998). Figura. (Y. García Hernández, & J. A. Pardos, Trads.) Madrid: Minima Trotta.
Auerbach, E. (2008). Dante, poeta del mundo terrenal. (J. Seca, Trad.) Barcelona: Acantilado.

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