OM


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 “Aquel que está más allá de la dualidad y de la duda, cuya mente está ocupada dentro de sí mismo, quien siempre se afana en procurar el bienestar de todos los seres conscientes y que está libre de todo pecado, alcanza la liberación en el Supremo”

Verso 25, capítulo 5. Bhagavad Gita

Siempre ha estado ahí, como las nubes en el cielo que, aunque a veces se van, estarán sobre nosotros. Comenzó varios años atrás, estando en décimo grado. No. Empezó mucho antes, cuando a mis ocho años le dije no a la tra­dición católica, lo que hizo que mi espiritualidad fuera una ur­gencia despreocupada para mis padres. Sí, antes de la primera comunión ya tenía mis dudas metafísicas e inconformidades institucionales. De todas for­mas no sirvió dudar, porque me obligaron al tercer sacramento y, ¿qué podía hacer entonces? Decidí no ir más a misa, no confesarme ni comer del cuer­po de Cristo de ahí en adelante —aunque sí bebí su sangre in­discriminadamente por mucho tiempo—, elección que se me hizo bastante difícil, pues fui educado por la comunidad de escuelas cristianas lasallistas. Y una pataleta infantil se volvió una exploración inacabada.

Luego de escuchar casi de todo, de haber leído poco he in­tentado mucho, el único esfuer­zo por academizar la religión en el colegio que fue válido para mí llegó con una investigación. Antes de clavarme noches sin días estudiando el Rerum Novarum gracias a uno de los hermanos lasallistas ultra-dogmáticos, y de pasar los momentos de las misas encerrado en un salón con los hijos de otros credos, un profesor me ordenó averiguar qué era eso de los Hare Krishna.

Me acuerdo de estar en una casa vieja con mis compañeros de curso, de esas con muchos cuartos y un gran patio central, con muchas plantas y flores que tenían el don de escuchar. De haber tomado zumo de uva endulzado con panela rayada. De haber escuchado citares y tablas, cascabeles y mujeres con entonación nasal. De haber hablado con un bramashari, con un devoto de poca pelambrera, vestido de civil, con sandalias y su collar hecho de tulasí[1]. Recuerdo haberme quitado los zapatos, haber pisado esa baldosa sagrada y escuchar la épica del «Mahábharata». Me acuerdo de haber cantado el maha mantra. De leer y cantar: “hare krihsna, hare krishna, krishna krishna, hare hare, hare rama, hare rama, rama rama, hare hare[2]”.

Hicimos un video para esa clase, lo sé, pero la memoria no me da para saber qué hicimos con esa grabación. El profesor puso buena nota, de eso sí me acuerdo. Era el mismo profesor que dictaba filosofía, con el cual no aprendí nada de dialéctica ni de razón pura. Eso fue cuando todavía disfrutaba del colegio y la ingenuidad de la vida fácil.

El asunto lo enterré y en la universidad empecé a tropezar con carreras que detestaba. En algún momento practiqué el levantamiento de codo, y pasa­ba una porción de la semana en la playa sin arena ni mar. Cuando se llega a estudiar a la capital, tener la sensación de libertad lleva al libertinaje, y, cuando se tienen pocos cono­cidos moralmente decentes, es fácil experimentar. No se justifica mencionar qué hice, solo que llegó una mujer que me ayu­dó. Ella fue, en ese entonces, lo más parecido a un ángel que se me ha cruzado en este valle de lágrimas plagado por los desterrados hijos de Eva.

Fue una rehabilitación de varios meses, pero, como los adictos sufren dependencia que es la verdadera enfermedad, cuando la relación murió todo se desmoronó para mí, pues me había acostumbrado a ella. Tuve que acudir al psicólogo tres veces por semana. Este me acon­sejó ocupar mi mente en algo creativo y terminar de raíz mis desventuras wetherianas, así que la cité en el Planetario un día de mayo. Tras una breve charla le dije adiós y me monté en un bus, y, allí, como si el universo, que es cuántico, se encaprichara con mi suerte,  tropecé con un prabhu[3].

Con un hare krishna, calvo, con colita, vestido de color naranja y con sandalias. Una pinta que ya conocía. Hablé con él en el corto viaje del centro hasta la Universidad. Le dije que pensaba que era una señal, me dijo que era bueno estar con Krishna. Le dije que me sentía mal, me dijo que fuera a alguno de los templos. Le dije que quería ayuda, me vendió el Bhagavad Gita en $5.000.

Pasaron un par de meses más y, con el semestre finali­zado, terminaron mis sesiones con el psicoterapeuta de la facultad. El Bienestar Uni­versitario caduca cada cuatro meses. En esas vacaciones no viajé a Cúcuta, pues, siguien­do el consejo del psicólogo, me inscribí en un taller de escritura creativa. Todos los miércoles me ponía el traje de escritor con los zapatos de trasnocha­do y me iba a la Luis ÁngelArango a aprender el oficio.

Una tarde llegué a la Can­delaria una hora antes de la clase, así que fui a la papelería que queda cerca de la Univer­sidad del Rosario. Tenía que sacar unas fotocopias del taller que habían dejado allí. Al salir, un tipo con pinta de hippie me dio un volante. Era todo azul. Él dijo que era la programación mensual de un cine-foro que organizaba; me invitó. Le dije que sí, que iría. El asunto pudo haber quedado en una promesa vacía de no ser por mi exceso de tiempo libre. Solo iba los miércoles al taller, el resto de semana me lo pasaba leyendo y comiendo. Así que, cuando encontré el papel azul encima de mi escritorio, no dudé en ir. Era un jueves a mediados de julio.

El domingo siguiente estaba en camino a una finca llamada Vrindavanita. Allí las piedras tienen cara, los caminos son empinados, los lotos crecen espontáneamente y el río sana los quebrantos del alma. Me había invitado Laxman[4], un devoto muy amable y un poco loco, que sin prejuicio me hizo montarme a un carro con su familia y con el prabhu Ananda. Hora y cuarto después yo estaba en la finca brincando en el río con varias piedras en la mano; luego, sobre una estera practicando el bhakti­yoga y el mantra-yoga. El primero se refiere al amor y la adoración hacia la Suprema Personalidad de Dios, y el segundo se refie­re fundamentalmente al poder del sonido o la vibración sono­ra; la esencia del mantra-yoga (man: mente, –tra: liberación) es purificar la mente y liberarlos sentidos del plano sensorial. Ese día aprendí otros mantras:‘OmHariOm’, ‘Omnamo Narayan’, ‘Aham Brahmasmi’, por nombrar sólo algunos. Cuando se sientan desconsolados, recomiendo hacer estos cantos repetidas veces.

Seguí asistiendo al templo—también conocidos como ‘academias de Yoga Inbound’—llamado El Loto Azul. También conocí algunos de los dispersa­dos en puntos estratégicos dela ciudad, en donde el ritmo acelerado nubla las mentes. Me gustaba ir al de la calle 32 con Caracas, aunque también fui al de Santa Isabel y el que queda al lado de la iglesia Señora de las Nieves, en la calle 20 con carrera 7. Además también he estado en 2 de los 3 templos que hay, hasta ahora, en Cúcuta. Iba principalmente a realizar los pro­gramas, los cuales son los ritua­les que se realizan en diferentes momentos del día en donde se cantan los mantras, se tocan instrumentos como la tabla, las castañuelas o el harmonio y se reparte comida (vegetariana, por supuesto) a todos los devotos y curiosos. Supongo que, puesto que era bastante ‘reduccionista’, me gustaba ir por la comida y los cantos y bailes, que a veces se volvían frenéticos. Por eso no dudé cuando me invita­ron a cantar en las calles de la Candelaria y por el Chorro de Quevedo, para estar extático apunta de ‘hare hare rama rama’.

Un devoto debe cumplir un servicio; el que muchos co­nocen es el de ir en los buses ofreciendo la sabiduría védica. Sin embargo, dar un servicio también es preparar la comida para otros devotos, barrer el templo, servir a la comunidad siempre que se sea consciente de que se hace como ofrenda a Krishna y que, por lo tanto, se hace con amor y devoción. En mi caso, empecé mi servicio ayudando en la cocina del Loto Azul de vez en cuando. Ahí me enseñaron a preparar gluten y néctar. Con otro prabhu llamado Sri Hari Das, artista y nacido también en Cúcuta, teníamos ideas de hacer una revista que hablara de los trullis[5] y que promocionara las demás acade­mias. Las cosas iban de maravi­lla: poco a poco dejé mis vicios y aprendí a acercarme a Dios.

En agosto me dieron una guía exclusiva para quienes desean iniciarse en la conscien­cia de Krishna. Un útil manual con todo lo que un neófito debe saber. Aprendí más mantras, los principios del bhakti-yoga (no fumar, no practicar juegos de azar, no tener sexo ilícito y no consumir carne) y me fui for­mando. Adquirí mi japa mala[6] y empecé a rezar las 16 rondas de108 maha mantras al día, a prac­ticar yoga regularmente, dejé de comer todo tipo de carnes y ya ni un cigarrillo me fumaba. Como no tenía pareja, no me costó mucho no mantener sexo ilícito. Ya estaba listo para que el maestro viera mi alma y mediera mi nombre espiritual.

Casi un mes y medio después de mis primeros acercamien­tos, el momento para iniciarme como un devoto del movimiento por la consciencia de Krishna estaba a un parpadeo. También fue un jueves el día en que decidí no ser llamado prabhu. El consejo del psicólogo de Bienes­tar ya había cumplido totalmen­te con su objetivo: ya estaba bien, no necesitaba ocupar mi mente porque no me golpeaba, no fumaba, no consumía dro­gas, ni me deprimía. La terapia ‘devocional’ me funcionó tan bien como a Camilo García, un excompañero de Ciencia Política conocido por su consumo excesi­vo de drogas duras, quien se vol­vió bramashari y logró cambiar su vida radicalmente. Todo eso ya lo había desechado, pero hubo algo de lo que no pude zafarme. El director del taller de Escritura Creativa que iba adelantando en esos meses tuvo una brillante iniciativa: quiso que todos los asistentes-escritores tuviéra­mos un fogueo con público real mediante la lectura de nuestros cuentos. Lo llamó Bogotá Cuenta y se realizó a mediados de agosto.

Ese mismo jueves un maes­tro bastante importante en la jerarquía llegó al Loto Azul. Todos estaban emocionados por su visita, de modo que decidí ayudar con los prepa­rativos en la hora de recesos entre los dos momentos del Bogotá Cuenta. Recuerdo haber hecho collares de flores para los devotos. Justo cuando se ter­minaba la hora y me disponía a ir al auditorio Álvaro Mutis de la Universidad del Rosario para leer mi cuento, llegó el maestro. Todos me exhortaron aquedarme, decían que sería una experiencia enriquecedora. Sin embargo, a su llegada no logré sentir la misma pasión que ellos. No le hice reveren­cias ni hice nada. Me quedé quieto, pero no paralizado por la emoción como los demás. Simplemente no me despertó nada. Vi a todos esos hombres y mujeres embriagados por la satisfacción sin alcohol de ser visitados por un ilumina­do. No quise ser parte de esa masa. No quise continuar.

Esa noche decidí ir a leer mi cuento; decidí no dedicar mi vida totalmente a Dios; opté por un mundo de palabras escritas en vez de cantos en sánscrito. Aprendí que, como escritor, es necesario llevar ciertos procesos en solitario. Incluso la espiritua­lidad como experiencia indivi­dual me funciona mucho mejor. Pero, aunque mis cuentos estén colmados de sangre, muerte y semen, siempre llevo mis japa­malas en el cuello, para cantar cuando necesite de Krishna.

 

 

 


[1] Planta sagrada. Su nombre es el mismo de la diosa. En sánscrito, el nombre tulasī significa “incomparable”.

[2] Una traducción al castellano aproximada sería: “Oh, mi señor, déjame ser un instrumento de tu amor”.

[3] Así se refieren a los devotos varones. A las mujeres se las llama “madres”.

[4] Krishna tiene muchos nombres y por lo general cada uno caracteriza un rasgo de la Suprema Personalidad. Los devotos se llaman entre sí mismos con los nombres de Krishna.

[5] Son unas cabañas de piedra seca tradicional de Apulia con un techo cónico. Su estilo de construcción es específica para el Valle de Itria.

[6] Al igual que un rosario para el cristianismo, el Japamala es una sucesión de 108 cuencas, de las cuales cada una representa un canto del “maha mantra Hare Krishna”. El devoto promedio hace 16 rondas diarias.

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