Los viajes imposibles


El viejo se subió al taxi, pobrecito, porque supuso que lo llevaría a su casa y así retornaría a la muy segura e inconmovible rutina en la que se le pasaban los días en un sosiego asfixiante, donde la única actividad permitida era la elaboración de una miríada de manillas inútiles porque a él nunca le quedaban bien. Tenía que hacerlas porque su hija se lo mandaba como si su vida dependiera de ello, como si las fueran a vender y la venta les diera lo del mercado. Pero lo cierto era que una vez Arquímedes finalizaba una manillita, Gloria se la quitaba frenéticamente y se la llevaba a su habitación sin tan siquiera felicitarlo, momento en el cual reprochaba y maldecía la mala ejecución de su padre al constatar que la manilla había quedado fea. Entonces se cogía la cabeza como una histérica y terminaba por desbaratar la manilla entre lágrimas. No podía aceptar que su padre sufriera párkinson, y por ello lo condenó a un régimen inútil y pendejo donde las manillas priman, pensando que las tareas de motricidad fina le podrían regenerar las neuronas perdidas y recuperar al hombre que alguna vez fue.

Evidentemente no pasó de ese modo. Gloria olvidó que esta era una condición de-ge-ne-ra-ti-va, y por lo tanto, pasara lo que pasara, hágase lo que se hiciera, Arquímedes se estaba degenerando, no como los que andan sobándole el culo a la gente en los buses apretujados, sino que sus movimientos se deterioran de tal grado que hasta coger un vaso de agua se vuelve una actividad torturante porque él sabe lo que tiene que hacer, pero no puede hacerlo. Y esa imposibilidad lo llena de rabia y desmoralización, y lo vuelve apático y le quita las ganas de hacer cualquier cosa, porque cualquier cosa la va a hacer mal. Súmele a esto la repetición ad infinitum de la misma manilla por obra y gracia de la hija desquiciada, y una sobreprotección obsesiva que llegó al extremo de impedir cualquier contacto de Arquímedes con la calle por temor a que algo le pase. Es que ni al médico podía salir porque el neurólogo era un amigo que hacía la consulta en la casa.

La suma y acumulación de todos estos factores degeneraron en un efecto de aburrimiento tal que Arquímedes estaba pensando en matarse. Pero no dijo nada por temor a que su hija le trajera a un psiquiatra a domicilio, además, realmente él nunca fue suicida. Lo pensaba porque de pronto así hacía menos estorbo y hasta Gloria podría estar en paz. Pero él era pragmático y en una de sus interminables horas tratando de ensartar una pepita en el hilo pensó que la mejor idea era irse y dejar de joder con esas putas maricadas (en sus palabras). El problema era la ejecución de un plan que ni siquiera se le ocurría de manera muy precisa. Y una vez ocurrido se retornaba al principio del problema: cómo ejecutarlo y llevarlo a la práctica, porque con esa manera de moverse la praxis se quedaría en una idea vaga e ilusa sin solución viable.

Pero además de pragmático, Arquímedes sabía ser arriesgado: simplemente cogió sus tarjetas del banco y se fue de la casa. Sin embargo, esto que suena tan simple no lo fue tanto por una acumulación de varios factores; póngase en los zapatos de Arquímedes y lo verá: imagínese tener que esperar a que Gloria se vaya a dormir la siesta de la tarde para poder buscar las tarjetas de crédito que ella esconde meticulosamente en la mesita de noche. Usted ya sabe dónde las ubica, pero la dificultad reside en tratar de tomarlas sin que ella lo note, intente coger algo sigilosamente mientras las manos le tiemblan sin control cuando están quietas, inténtelo con un par de manos que se ponen rígidas y lentas cuando usted necesita velocidad y precisión. Trate de hacer una huida cuando por fin logra cogerlas milagrosamente, siendo que su marcha se reduce a una sumatoria de pasos ridículos y diminutos que se combinan con la inclinación hacia adelante del tronco y el tener que girar casi que robóticamente, como un solo bloque, más o menos de la misma forma en que se gira una nevera. Una vez más, halle la forma de abrir la puerta con esas manos que ya no le sirven para nada. Trate de vivir con una enfermedad que se le ha venido encima de a poquitos, como si le cargaran una serie de bultos sobre las espalda.

Por último, cierre los ojos y experimente la sensación de una libertad ganada a pulso tan pronto como pisa la calle. Haga de cuenta que los pitos de los carros suenan como las olas de un mar lejano y que se encuentra ahí, pisando la playa y sin temblor. Quiere estar allá tomando ron en una hamaca mientras espera la muerte en medio del sopor y la pereza.

La vida no es tan fácil, infortunadamente. Arquímedes tenía la firme intención de viajar y conocer lo que no conoció en sus años mozos por estar trabajando, pero realmente no tenía muy claro lo que estaba haciendo y terminó vagando en una especie de nomadismo infecundo. Recorrió con su marcha de pequeños pasos los andenes atestados de una ciudad dura e indiferente, imaginando viajes imposibles. Cuando se cansó de los empujones y de que nadie le respondiera una sola pregunta, desistió de su fantasioso viaje y quiso regresar a casa porque tenía hambre. Estiró la temblorosa mano y paró el taxi que da inicio a esta historia.

—Buenas noches, señor. ¿A dónde lo llevo?
—A mi casa.

Gregorio miró por el retrovisor el rostro inexpresivo y enjuto del anciano delgadísimo que tenía por pasajero y arrancó. Tomó el celular como si tomara el radioteléfono y dijo algunas cosas que nadie comprendió. Unas cuadras más adelante, se detuvo. Las puertas de atrás se abrieron e ingresaron al carro dos personas jóvenes que se hicieron a lado y lado de Arquímedes y lo rodearon y con toda la confianza del mundo lo abrazaron como si fuera el abuelo.

—¡Tons qué cucho! ¿Sí se acuerda de mí, llave?

La mirada de Arquímedes al muchacho resumió la descarga de adrenalina que le hizo sentir un vacío en el estómago, el incremento de la tasa cardiaca y de la sudoración que normalmente prepararía a cualquier mamífero para la huida. Pero en este caso la huida era imposible porque no había por dónde y no tenía músculos que respondieran a la orden de evitar el peligro inmediato. Así que lo máximo que podía hacer el viejo era soltar esa mirada aterrada porque intuía que algo malo le iba a pasar. Porque sabía que ese no era un buen muchacho.

—No, joven. No recuerdo (escasamente podía recordar el rostro de Gloria).
—Frescavena ñero, que de este sí se acuerda.

Pezuñas intentó afeitarle la cara al viejo con la navaja luego de su última interpelación, pero como estaba sin filo no le cortó ningún pelo. Gregorio frunció el ceño y miró a Pezuñas por el retrovisor con gesto reprobatorio. Nunca le gustaron sus impulsos de andar intimidando a los pasajeros. Él prefería un trabajo limpio, silencioso, contundente. Por ese motivo le vociferó:

—¡Pezuña!, deje quieto al señor y hagamos esta vuelta rápido. Y luego al otro individuo: —¡Mire a ver Carecráter si controla a su hermanito!
—¡A mí no me joda, Carroloco! Más bien arranque esta lora y le sacamos las lucas a este cucho.

Matías optó por hablar al oído de (a quien el mote del peladito le trajo a la cabeza el apetito de tomar caldo) casi como un confidente:

—Vea cucho, la vuelta es simple, nos vamos a los cajeros y usted nos da la plata que tenga en las cuentas; luego lo dejamos sano en su casa. No tenga miedo que no le vamos a hacer nada, deje de andar temblando.
Arquímedes no respondió.

Se detuvieron frente a un cajero solitario que parecía esperar incólume la escena que se le venía encima. Pezuñas bajó con Arquímedes y le solicitó que sacara toda la plata de la cuenta. Al viejo no le quedó más remedio que obedecer. O intentarlo. El acto de meter la tarjeta en el cajero era un imposible y la tardanza desesperó al adolescente, quien quiso esperar afuera con la cabeza gacha para que las cámaras no lo registraran, pero al ver la demora y la torpeza de la víctima se metió al cajero e insertó la tarjeta en la ranura.

—¡Ponga pues la clave cucho, o le rayo esa jeta!
El problema es que no se podía concentrar. Trataba de recordar la clave pero se le atravesaba en la cabeza la imagen amenazante del cuchillo del Pezuña, o peor, la manilla interminable de Gloria. Finalmente se perdió en el deseo íntimo de recorrer las montañas peinadas por nubes semejantes a un derramamiento de leche en cámara lenta, que se vio interrumpido por el furioso golpe del ladrón, pues no comprendía la razón por la cual el viejo se la pasó oprimiendo números al azar sin tan siquiera mirarlos.

Gregorio y Matías observaron desde el taxi la escena del muchachito gritándole al viejo como si fuera un niño pequeño que ha hecho alguna maldad. La escena era patética y preocupante porque el mocoso había cometido todas las imprudencias que no se deberían cometer en una vuelta como estas. Por eso Matías le gritó a Simón que lo dejara en paz y lo subiera al carro.

—¡Pero qué! Si este cucho se las da de valiente y no quiere sacar la plata.

Matías se bajó del taxi corriendo y le pegó una patada al muchachito en el culo. Lo sacó del cajero a empellones y lo obligó a subirse al carro.—¡Allá te quedás, huevón!—. Sintió en la mirada de Gregorio su insistencia en dejar de hacer esas vueltas antes que asociarse con un adolescente impulsivo, después de todo, ellos eran inexpertos y torpes, por lo que era muy probable que los cogieran si seguían como venían. Es cierto que él lo había convencido de continuar, porque confiaba en su hermano y quería seguir ganándose la plata así, facilito. Sintió entonces el arrepentimiento de acceder a su mente como un gorgojo tenaz que no deja de roer sus convicciones.

—Mire señor, es simple, concéntrese y ponga la clave. Venga le ayudo porque esa tembladera no lo va a dejar hacer nada.

Realizó todos los pasos él mismo en el cajero, de manera que el viejo solo tenía que insertar la clave.
Matías le hizo la solicitud nuevamente. Pero el viejo era sordo a sus peticiones, comenzó a ver manchas negras sobre las teclas, como si se le borrara la vista por sectores. Pensó que estaba loco y que estaba viendo cosas que no existían. Entonces señaló hacia las manchas, como preguntándole al hombre que tenía a su lado si acaso él también las veía.

Matías supuso que le estaba enseñando la clave y oprimió las teclas que señaló el viejo. La clave era incorrecta. Insertó la clave nuevamente y salió un anuncio en la pantalla que decía «tarjeta bloqueada». Le pegó un puño a la pantalla y luego se dio la vuelta y respiró hondamente para sofrenar su ira e intenso dolor. Como tenía los ojos cerrados y estaba tan concentrado no se percató de las motos que se detuvieron rodeando al taxi. Fue la peste de orines que empezó a salir del pañal rebosante de Arquímedes la que lo obligó a abrir los ojos y percibir la confusión de sirenas y hombres armados que le apuntaban a la cabeza y lo tiraban al suelo e inmovilizaban sus manos con unas esposas. Desde el suelo vio a su hermano abatido a tiros luego de que enterró el cuchillo en el cuello de uno de los policías. Una mueca de tristeza se dibujó en su rostro. Empezó a llorar y a gritar a rabiar mientras Arquímedes seguía de pie en el cajero, confundido por la rapidez de la escena y sin percibir el hedor.
En eso terminó su viaje.

A todos se los llevaron a la estación de policía. A Pezuñas le tomaron fotos y lo recogieron los de la policía judicial envuelto en una bolsa negra y en una camilla de metal, luego reposó de manera indefinida en una morgue.

En la requisa los policías encontraron una tarjeta con los números telefónicos de contacto, por lo que decidieron llamar a quien debería ser su familiar más cercano.

Ella miró el teléfono como si el timbre trajera la premonición de una condena inapelable. Cuando respondió y escuchó la voz del otro lado explicando que habían encontrado a un hombre con las características de su padre y que había sido víctima de un paseo millonario, lloró. No la embargaba la felicidad sino la certeza de saber que el fardo de su cuidado recaía nuevamente sobre sus espaldas. Porque si había un motivo para presionarlo durante meses con las manillas, dejar siempre las tarjetas sobre la mesa y la puerta de la casa abierta, era que se largara y no volviera más.

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