Me dije que leería en el tren, pero a última hora mi hermana decidió viajar conmigo: no paró de hablar todo el trayecto sobre los miles de planes de trabajo que planeaba hacer en la gran ciudad a la que nos dirigíamos, por lo cual prefería hacer un viaje preparatorio para conocer el lugar. A medida que el tren avanzaba, mermaban los bosques y aumentaban los carros y edificios. Me dije entonces que leería en casa de él, pero al llegar me recibió felizmente con una gran cena. No se enojó por tener que hospedar también a mi hermana para que no tuviera que buscar un hotel ya tan tarde, incluso quiso hacer gala de su generosa sonrisa y hospitalidad al invitarla a quedarse en su casa el tiempo que quisiera. Nos quedamos comiendo y bebiendo hasta tarde alimentos fríos y sin condimentos. Me dije que leería a la mañana siguiente, pero mientras me desperezaba en la cobijas llegó él y no dejó de endulzar con palabras y caricias hasta el hastío, luego me arrastró a su restaurante favorito. Salí con él convencida que leería después de comer, pero me invitó a caminar largo rato, me habló de su vida, de sus planes, de sus cambios, de sí mismo hasta el abismal vacío de las palabras. Las calles estaban atestadas de gente que caminaba rápidamente, evadía miradas nerviosamente, se aferraba a sus cosas con desconfianza; los carros pitaban hasta ensordecer el aire y se estancaban continuamente; todas las ventanas tenían las cortinas cerradas; el denso aire hacía agotadora la respiración mientras oscuras y pesadas nubes se movían a su lado. Aún no había leído nada ni lograba que surgiera en mí sentimiento alguno por este viaje al que él me había invitado. Pensé que leería cuando volviéramos a casa, pero allí estaba mi hermana para hablarnos de su trabajo, de sus planes, de sus posibles nuevos contratos, de sus dudas, de sus esperanzas, de sus posibles cambios, de sí misma hasta ahogar la sala del eco de palabras vacías. Quería leer, sumergirme en historias muertas que jamás han existido para hacerlas existir una vez más, pero todos parecían tan llenos de futuro y planificaciones y cambios y con tantas ganas de hablar de ello y de sí mismos que no me dejaban ningún rincón sin el ruido de su voz. Me dije que leería a la mañana siguiente, pero terminé dejándome arrastrar al bar favorito de él aquella noche; irritada, tomé más de lo que mi cuerpo puede procesar mientras puede seguir manteniéndose de pie: al día siguiente me levanté muy tarde y con dolor de cabeza a martillazos. No había nadie ni nada que comer. Pensé que leería después de comer algo, salí a alguna cafetería cercana. Seres anónimos le servían maquinalmente a seres sin rostro pero con billeteras, nadie te miraba a los ojos pero te devoraban a hurtadillas. Al salir de la cafetería no me apetecía leer en parques, llenos de sol hasta la ceguera, llenos de niños gritando hasta la sordera, llenos de gente desocupada hasta el ahogamiento; así que volví al apartamento. Abrí por fin el libro, al fin un lugar donde no era invitada ni extranjera, donde podía disolverme en historias y palabras que recorrían infinitos laberintos y me enfrentaban a quienes he sido, a mis recuerdos, a mis sin salidas, a mis voces mudas y tantas cosas, tantas cosas… Pero entonces el orgásmico grito de una mujer desesperada quebró mi atmósfera. Enfurecida fui al cuarto de visitas donde estaban mi hermana y él entrelazados, ambos me miraron con delicia y culpabilidad. «No me dejan leer», les dije, y me fui definitivamente de esa gran ciudad ajena con mi libro bajo el brazo.