Ojos Azules y la revelación de Santiago


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 “Ojos azules, no llores; no llores ni te enamores…”

(Manuel Casazola Huancco)

La tarde se había ido sin pedir permiso y la Virgen del Rosario con el Santo Francisco de Asís habían cum­plido su misión por ese día, de modo que cuando él llegó hasta la esquina de Lavalle y Alverro, bajando por la callecita donde tenía su vivienda desde hace un tiempo, encontró cerradas las puertas de la iglesia de Tilcara. La noche era fresca pero el poncho que llevaba como propio era suficiente abrigo, además contaba con el apoyo del acullico de hojitas de coca al que se ha­bía acostumbrado como salva­guarda contra todos los males. Evitando pisar la bosta que habían dejado los caballos al costado de la plaza chica, se lamentó por no haber llegado a tiempo, por no haber sido uno más desde el comienzo mismo de la festividad ese 25 de julio. Sintió cierto temor. ¿Y si el santito patrono del ganado y los caballos no se lo perdonaba? Miró nuevamente las puertas cerradas del templo y se consoló pensando que aún podría ser parte de aquello, porque desde donde estaba se oía la procesión. La música lo llevaría al encuen­tro de San Santiago. Supuso que apurando el paso sería uno más entre los promesantes. Y así fue en parte, porque pronto los alcanzó, en la plaza principal. Sin embargo, no hubo forma de que estuviera entre ellos porque las filas de fieles estaban ya resueltas, y debió conformarse con permanecer a un lado.

Acomodó el paso al ritmo de otros. Todo transcurría como debía ser. Habían sucedido la señalada y el sacrificio de cabri­tos para la tirada de cuartos1, todos los festejos en los pueblos de la quebrada y de la puna, la bendición, y ahora continua­ba la peregrinación de regreso hacia las casas, ocupando la calle principal a lo ancho y a lo largo de muchas cuadras.

No era un mis achico2 me­nor. La multitud era considera­ble. Parejas de mujeres llevaban los cuartos de cordero con cuero tomándolos de una pata cada una; iban bailando cadencio­samente, avanzaban hasta el santo para ofrendarle el ani­malito y retrocedían para luego adelantarse nuevamente hacia él con un paso acompasado, siguiendo el rumbo que marca­ban los jinetes que, sin apuro, iban dedicándole a Santiago otros tantos cuartos de cordero.

Cuatro hombres cargaban la angarilla que portaba la imagen del santito bien vestida, dentro de una urna de vidrio adornada con flores de papeles de colores. Advirtió entonces su corazón muy inquieto. ¡Qué hubiera dado él por ser uno de ellos!

Sintió rabia. ¿Por qué motivo estúpido se había retrasado? Observó las miradas devotas de esos hombres y la rabia se transformó en una envidia extraña, una envidia triste que desconocía. Debió contentarse en acompañar la marcha yen­do por las veredas angostas.

Le urgía concentrar la mirada en cada movimien­to de los promesantes, en los caballos, en la imagen del santo engalanado. Necesita­ba descubrirse pleno de fe.

La música lo había enamora­do. ¿Por qué no estaba destinado a él uno de los tantos instru­mentos que sonaban esa noche? ¿Qué no hubiera dado por ser un ventero, uno más en la banda de sikuris, con sus cañas pinta­ditas de azul? ¿Es que acaso esos hombres lo juzgarían inca­paz de comprender el espíritu comunitario de esa música?

Por momentos podía hacer­se un lugar entre las columnas de devotos. Bajaba a la calle y caminaba un brevísimo tre­cho junto a ellos, y tanto se acercaba que podía sentir el aliento del coqueo que emana­ba de los fieles; pero enseguida debía volver a su lugar sobre las veredas para no entorpecer la ceremonia. Así iba, tropezándo­se con otros turistas que, como él, habían llegado a destiem­po. Así iba, volviendo siempre al sitio que le correspondía, a un lado, consternado por la fe que con fuerza avanzaba.

A la altura del hospital, su mirada se cruzó con unos profundos ojos negros de mu­jer que lo observaban desde el borde opuesto de la callejuela. Concibió en su corazón redo­bles más intensos que los dela banda que precedía la pro­cesión. Y confió en el milagro. Interpretó que el santo estaba feliz por enlazar dos almas y se prometió no defraudarlo; pero la sombra de San Santiago pasó frente a él y en un parpadeo perdió el contacto con aquella intensa mirada negra. Apresu­ró el paso y siguió siendo, a su modo, un fiel que mendigaba, ahora, la bendición del amor.

Había hecho varias cuadras. Las bombas de estruendo anun­ciaban que el cortejo se retiraba y marcaban el final de la cele­bración. Desesperado persiguió todos los ojos. Aligeró el paso sin provecho. Dejó de caminar. Y corrió. Trotó, galopó, se dis­paró entre el gentío, restregó su poncho contra la multitud y, por fin, llegando a las últimas es­quinas, encontró a la mujer que buscaba. Se acercó y supo verla. Vestía la ropa de aquella gente, llevaba el cabello trenzado. Ahí estaba la bella de mirada oscu­ra, contemplando la imagen del santo mientras pronunciaba re­zos en su lengua originaria que él aún no podía comprender…

Ansioso por aprehender aquel momento, empuñó la cámara fotográfica que lo acompañaba en sus viajes. Sus ojos azules necesitaron retener ese cuadro de amor y de fe. No pudo evitarlo y tomó la foto. La muchacha bajó los párpados ante el relámpago y se alejó definitivamente. Al mismo tiempo, junto con el disparo del flash, comenzaron los fuegos de artificio a garabatear el cielo tilcareño indicando que la fiesta religiosa llegaba a su fin.

No dudó de que ese 25 de julio se despidiera definiti­vamente de una ilusión. San Santiago fue para él una reve­lación, no un milagro. Com­prendió con un dolor impreciso, recién estrenado, que nunca serían suficientes la fascinación por ese pueblo, la propia volun­tad, ni la pretensión urgente de un dios para vivir la fe.

Él tomó la foto. Él está del otro lado. Santiago se lo hizo saber y el gringo lloró.

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